Arcadia

Mi lecho de muerte

No recuerdo el momento en el que recobré la consciencia, así como tampoco podía hacer memoria de lo sucedido en las últimas horas. Había tenido un sueño, extraño e inquietante. Creo, que jamás me había despertado tan desorientada y alejada de mí misma.

Las últimas reflexiones que se habían proclamado en mi mente eran en contra de mis compañeros, mis amigos e incluso de mi familia. Tenía la impresión de haber dudado de su confianza, pero no la certeza de haber sufrido tal deslealtad. Solo recuerdo el sentimiento del resentimiento, tanto hacia ellos como hacia el país. 

Fue una pesadilla más que un sueño. Una oscura fantasía que potenciaba lo peor de mí. Había sacado a la luz mis anhelos y factores de mi personalidad que jamás creí que tendría, como lo era la codicia y el ansia de poder.

Me había dado cuenta, de que realmente deseaba gobernar Arcadia y de que aquel objetivo ya no era una mera meta personal, sino más bien un deseo que quería arraigar en lo más profundo de mi ser hasta verlo cumplir.

No sabía dónde estaba, pero un primer vistazo fue suficiente como para erizar mi vello y apoyar mis pies desnudos sobre el suelo rocoso. La habitación en la que me encontraba parecía una celda, pero sin rejas. Una forma de advertirme que estaba encarcelada, aunque también liberada. Bajé mi barbilla encontrándome dentro de un vestido de seda blanco y largo. No encontré por ningún lado mis pertenencias, pero alguien se había tomado las molestias de asearme y vestirme con ropa limpia.

Las yemas de mis dedos recorrieron mi cara en busca de alguna brecha o herida, pero no había nada, solamente labios cortados.

Abrí la puerta en busca de respuestas con las que poder entender la extraña situación en la que me encontraba, pero mi confusión y miedo no hicieron más que crecer al encontrarme con un sórdido y tenebroso pasillo.

Ninguna luz lo alumbraba, solamente se observaba un tenue resplandor al final, pero temía arrepentirme si me acercaba. Sabiendo que aquella decisión era estúpida, que no debía de hacerlo, mis pies comenzaron a caminar hacia lo que parecía ser mi única escapatoria. Fue un atrevimiento difícil de realizar, porque intuía que aquello marcaría un antes y un después, que era un mal necesario que debía de experimentar.

Existen cuestiones incomprensibles para cualquier individuo, excepto para nosotros. Y yo, habiendo perdido el sentido, lo único que hacen las cosas de mi alrededor es vagar, en silencio y asfixiarme. Es por eso, que no fue la valentía lo que me empujó a labrar aquel nuevo camino, fue el hecho de haberlo perdido todo lo que me hizo invencible. Para mí, no había nada más terrorífico que no reconocerme, que sentirme indiferente hacia mi persona.

Que sentirme en la nada.

Y habiendo experimentado dicho sentimiento, para mí no podía existir ya nada parecido al infierno.

El suelo estaba frío y sobre mi planta se clavaban pequeñas piedrecitas rocosas, que me hacían fruncir el ceño por cada paso que daba. Trataba de apoyarme sobre las paredes para marcar pasos acertados sin caerme, pero éstas estaban húmedas y el tacto era inesperadamente desagradable por la rugosidad de la superficie.

Finalmente, cuando me encontré a cinco pasos de aquella sala que se iluminaba a lo lejos, girando hacia la esquina derecha, mis pies se paralizaron.

La valentía que parecía presentar minutos antes se había desvanecido. Mi pecho comenzó a subir y a bajar al distinguir una voz, no escuchada antes, pero que aun así lograba reconocer. No recuerdo el momento en el que lo hice, el pensamiento que se cruzó por mi mente en aquel instante ni el motivo que impulsó mis piernas hacia aquella entrada, pero visualizarlo fue impactante y horripilante.

Mis ojos se abrieron como platos nada más visualizar aquella alma viviente. Sus ojos rojos brillaban con la misma intensidad con la que lo hace la sangre, y sus vestimentas negras se asemejaban a lo que parecía ser asomarse por un agujero negro.

Nunca antes había experimentado algo tan horripilante como sostenerle la mirada al diablo. Si no la aparté fue porque mis ojos no asimilaban que semejante criatura pudiera existir, y habiendo escuchado miles de veces su voz en mi interior, jamás creí que su presencia pudiera impactarme tanto, hasta el punto de perder el equilibrio y caerme al suelo.

A su lado, dos soldados me levantaron, y cuando desvié mi cabeza hacia ellos, no pude evitar soltar un pequeño grito de horror al visualizar que no eran seres humanos, aunque tampoco muertos, sino espectros que vagaban entre la pequeña línea que separaba la realidad de La Niebla.

Los guardias me sentaron sobre una silla, metálica, y sostuvieron cada una de sus manos derechas sobre mi hombro. Estaba tan aterrada, que ni siquiera se había cruzado por mi mente la idea de escaparme o de zafarme de su agarre. No sabía qué decir o pensar, tan solo quería escuchar una voz, melodiosa, que me recordara que todo estaba bien y que saldría viva de esta situación.

Anhelaba escuchar la voz de mi madre, aquella que se había grabado desde mi más tierna infancia cuando me amamantaba.

Era la primera vez que me planteaba mi muerte y que realmente creía que éste sería el último escenario que viviese. La primera vez que se cruzaban por mi mente instantes que deseaba revivir, y que eché en falta expresar mis más profundos sentimientos a mis seres queridos.

Había tantas cosas que me había olvidado por el camino, que no podía evitar arrepentirme de todas ellas anclada en aquella silla.

—¿Sabes por qué estás aquí?

Su voz me devolvió a la realidad, al oscuro presente que estaba viviendo. Sonaba exactamente igual a cuando se adentraba en mi mente. Sin embargo, no respondí, las palabras apenas llegaban a la punta de mi lengua. Lo único que pude pronunciar fue la única cuestión que sabía y que deseaba con todas mis fuerzas que no se cumpliese:




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