Arcadia

Marcando diferencias

Cecie en ocasiones se acordaba de Erin. Recordaba sus consejos, su atención y su suave coqueteo, y a pesar de querer aferrarse a la esperanza de que algún día volverían a reencontrarse, aquella idea se debilitaba por momentos. 

Su futuro se mostraba incierto y por primera vez la rubia parecía no visualizar el camino a seguir, a diferencia de Jara, quien había comenzado a excavar bajo su celda gracias al plano de Beth; pues según las indicaciones marcadas las dos amigas estaban sobre la altura del mar.

Cecie lanzaba miradas furtivas a su amiga y esta las esquivaba. Parecía estar concentrada en el agujero y en las piedras que removía. Sentía que la salida estaba cerca y la confirmación se encontraba en el sonido que se asomaba desde el exterior: las olas rompiendo, las gaviotas sobrevolando el océano y la bocina de los barcos en el puerto. Y fue ahí, cuando en medio de aquel delirio, se topó con una trampilla.

Jara había estado planeando su huida durante tres fatídicos días. Sus manos y uñas estaban desquebrajadas debido al roce de las piedras y de la tierra removida. Sus nudillos habían sufrido hasta sangrar y el polvo se había infiltrado en su piel, ensuciándola y haciéndola parecer más exhausta de lo que estaba ya realmente.

—¡Cecie!—gritó entusiasmada. Se asomó por la rendija observando la arena de la playa y el mar, que la humedecía. Aquel primer vistazo no pudo alegrarla más, pero pronto esa ilusión se vio eclipsada por una agitación mucho más frustrante.

Ninguna de las dos amigas había escuchado las suaves pisadas del soberano, quien podía llegar a ser extremadamente cuidadoso cuando se lo proponía, y si bien su agitación y euforia las había impedido focalizar su atención en otra cosa que no fuera aquel escotillón, era un hecho que el gobernador de Argag las había pillado con las manos en la masa.

—Veo que habéis invertido bien el tiempo.

Jara le desafió con la mirada. Ella, quien había experimentado ya el peor de los dolores, no tenía nada más a lo que temerle, salvo a su falta de libertad.

—Vamos a largarnos de aquí.

—No tenéis a dónde ir.

—Cualquier sitio es mejor que este.

—¿De veras lo crees?—sonrió.

La impertinencia con la que formuló la pregunta hizo titubear a la morena. Ella solamente quería vivir una vida plena junto a sus amigas y a su familia. Echaba de menos algo tan simple como lo era la rutina y por primera vez le pedía a la vida un poco de aburrimiento.

Había llegado a extrañar el soplido del viento y la luz del Sol sobre su rostro. Si el exterior se había vuelto más peligroso era un asunto que ahora mismo no la perturbaba. Jara tenía otro objetivo en mente y no iba a permitir que nadie se interpusiera entre ella y su libertad.

—Podéis iros.

Ambas miraron perplejas al gobernador.

—¿Qué?—repitió Cecie incrédula.

Él no respondió, tan solo tensó su mandíbula y tragó en silencio las palabras que parecían querer asomarse desde su garganta, y que su orgullo le impedía pronunciar.

La expresión de Cecie cambió radicalmente: su ceño dejó de fruncirse, sus cejas se arquearon y su postura corporal se inclinó ligeramente hacia él tras haber dado con la respuesta que, desde el inicio de su confinamiento, había volcado un ápice de optimismo en ella.

—Desde el principio la estabas protegiendo.

Su tono de voz había sido pausado y tierno. Jara volteó su rostro hacia su amiga, confusa, para después asentarla sobre su soberano, quien al principio permaneció inmutable ante sus palabras, hasta que finalmente exhaló el aire que parecía haber estado reteniendo desde hacía ya un largo tiempo.

—Llevo haciéndolo toda mi vida, desde la muerte de su madre o incluso antes. No puedo permitir que las mejores amigas de mi hija, sus únicas confidentes y las personas a las que más atesora, se desvanezcan en la penumbra del olvido. Sin vosotras, Tresa no tendría un motivo por el que quedarse en Argag.

Fue un choque para las dos amigas, especialmente para Jara, quien había comenzado a creer que su gobernador quería deshacerse de su hija y que su codicia le había cegado. Sin embargo, no dejó que la emotividad la afectase y tan pronto como recuperó el aliento, le reprochó:

—¿Y qué haces entonces colaborando con Acras y actuando bajo sus órdenes? ¡¿Qué haces que no la estás buscando por tierra, mar y aire?! ¡¿Que no has cruzado el desierto ni has visitado todos los reinos con tal de recuperarla?!

Aquel grito salió de la más profunda de su desesperación. Estaba ansiosa por conocer todas las respuestas a sus preguntas, por saber lo que era real y lo que era aparente. A ella no la bastaba aquella excusa. Necesitaba más explicaciones con las que resolver su frustración.

—Colaborar con Acras implica controlar sus movimientos y conocer el futuro que se cierne sobre Arcadia y sobre ella. Conozco la fortaleza de mi hija, no me queda otra más que confiar en su destreza. No he podido evitar vuestro sufrimiento en los últimos meses, pero os aseguro que esta era la mejor opción.

Los ojos de Jara comenzaron a humedecerse y no precisamente de tristeza.

—Todos parecen tener la puta manía de mantenernos alejadas con tal de protegernos. Vuestro egoísmo debe de provenir de familia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.