Aristella.
Desperté con el olor a humedad y suciedad impregnando el aire, una oscuridad casi palpable envolvía la habitación. Mis ojos, luchando por adaptarse, revelaron una visión desoladora: estaba inmovilizada, con cadenas gruesas suspendidas de una barra de metal en el techo que aprisionaban mis muñecas, y otras más delgadas ancladas al suelo que restringían mis tobillos. Un dolor sordo palpitaba en mi cabeza, recuerdo de un golpe previo. La habitación estaba vacía; la soledad era mi única compañía.
Había intentado liberarme de las cadenas antes, sin éxito. Sabía que era inútil, pero la desesperación a veces nubla la razón. Con los ojos cerrados, intenté sumergirme en el olvido del sueño, deseando que el tiempo acelerara su paso. Pero en la quietud, otros sentidos se agudizaron: mis oídos se afinaron, captando cada sonido en busca de señales de peligro, y mi olfato intentaba discernir cualquier aroma extraño. Entonces, en medio del silencio, una respiración ajena a la mía rompió la monotonía. Mi cuerpo se tensó, y mis ojos se abrieron de golpe, pero la oscuridad seguía ocultando al intruso. ¿Estaría detrás de mí? Volví a cerrar los ojos, concentrándome con mayor intensidad. La respiración no venía de atrás, sino de mi izquierda, escondiéndose en las sombras. Era suave, casi imperceptible, pero cada vez más cercana. Esperé, conteniendo la respiración, hasta que la sentí lo suficientemente cerca.
Al abrir los ojos, una corriente de aire fresco rozó mi rostro, y entonces, ante mí, aparecieron unos ojos del color del cielo despejado, profundos como el océano, destellando un atisbo de diversión. Parpadeé varias veces, intentando enfocar la figura que se materializaba ante mí: era Sandiel, con una sonrisa burlona asomando en su rostro y una ceja curiosamente arqueada, observándome con un aire de superioridad y un halo de misterio que lo envolvía.
—Has podido notarme.
Con un gesto afirmo.
—Ha sido por tu respiración, aunque tus contornos se esfuman en la penumbra.
El hombre, con una barba recién perfilada que denota el paso del tiempo, se pasea pensativo por el reducido espacio. De repente, como tragado por la sombra, se esfuma. Cierro los ojos, confiando en mis oídos para rastrearlo, y lo detecto a mi derecha. Al abrir los ojos y dirigir la mirada hacia allí, pregunto:
—¿Cómo logras desvanecerte en la oscuridad? Mi voz revela confusión, una duda sutil se cuela en mi pensamiento. Parece que converso con el vacío, pues aunque no lo veo, su presencia es audible.
—No me desvanezco. Es imposible desaparecer sin más, sin usar la puerta.
Su tono irónico me llega claro, disfruta de este juego, aunque ignoro qué le resulta tan entretenido. Su voz grave rompe el silencio.
—Lo que me intriga es cómo logras hallarme.
Aún sin verlo, mis oídos son mi guía.
—Te he dicho que es por tu respiración, te escucho.
—Ahí radica lo insólito.
—Sería insólito si no hubiese dedicado días y noches a afinar cada sentido, cada músculo… Sin embargo, eres tú quien se desvanece, me parece que el raro aquí es usted, señor.
Su risa sutil resuena, y luego, como un espectro, reaparece, esta vez a mi izquierda. Sin dudarlo, nuestros ojos se encuentran, y una nueva brisa acaricia mi rostro, despejando mi cabello. Él sonríe y se posiciona frente a mí, manteniendo el misterio y la incertidumbre en el aire.
—¿Qué le divierte tanto, caballero?
—Usted, damisela.
—Entonces, ¿me he convertido en su juglar?
El hombre suelta una carcajada más sonora.
—No exactamente, pero si desea asumir ese papel, no seré yo quien se lo impida.
—¿Entonces?
—Curiosidad, me resulta usted curiosa. Posee destrezas que aún no ha descubierto, y me desconcierta que no se haya liberado ya de esas cadenas. Sus comentarios incrementan mi perplejidad.
—¿Liberarme? ¿Cómo podría hacerlo? Solo una criatura de fuerza sobrenatural podría romper estas cadenas, ¿no lo ve? Por alguna razón, su figura se aclara ante mis ojos; viste ropajes medievales, un pantalón azul oscuro y una camisa blanca. ¿Acaso ha estado en el pueblo? Su atuendo parece diseñado para pasar desapercibido. Su cabello, ligeramente alborotado, deja caer algunos mechones sobre su frente. Observa con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Alguna vez ha presenciado a una bestia poderosa encadenada?
Asiento con timidez. Recuerdo que hace años, la familia Aspen adquirió un elefante, buscando de alguna manera destacar. El pobre animal fue criado a base de golpes, siempre con una cadena en su pata trasera. Me preguntaba por qué nunca rompía esa cadena, fijada a una estaca en el suelo. El elefante finalmente sucumbió a los maltratos.
—Las criaturas de gran fortaleza pueden liberarse de las cadenas con facilidad. Sin embargo, si enseñas a una bestia desde su juventud que las cadenas son inquebrantables, crecerá creyendo que nunca podrá liberarse, aunque tenga la fuerza para hacerlo. Así, permanecerá sometida, inconsciente de su poder, hasta su trágica muerte.
—¿Y qué relación guarda eso conmigo? Soy humana, mis capacidades son finitas.
—Los límites los establece usted misma, señorita.
Resoplo, incrédula. No puedo simplemente romper unas cadenas.
—Soy un realista.
—No, no lo es. Hay aspectos que ignora. Antes de imponer límites, debe conocer sus propias capacidades. Que algo parezca ilógico o irracional no implica que sea imposible. La realidad a menudo se extiende más allá de nuestra comprensión.
Presiento que su postura es inamovible, que no cederá en su argumentación, dando lugar a un diálogo estéril.
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Editado: 10.12.2024