Dalia Mercury
La noche parecía tranquila, pero los sujetos que se habían adentrado en la zona y no lograba visualizarlos sólo lograba desesperarme. Con la linterna apuntando en todo momento sobre la tierra para evitar aquel recuerdo de aquella última vez y darme con una sorpresa similar, trataba de hacer el mínimo ruido posible y sacar el sigilo que nunca me aventuré a descubrir que tenía.
Fue en aquel entonces cuando unas pisadas, no muy lejos de mí, comenzaron a escucharse poniendo todo mi cuerpo en alerta.
Sin siquiera darme cuenta, aquel desconocido se encaminaba hacia donde yo segundos antes de ocultarme tras la oscuridad de uno de los troncos más gruesos que avisté en mi entorno. Parecía que hablaba por teléfono en un tono bastante bajo, pero aún así agudizando mi oído, pude identificar algunas palabras.
—No. No la encuentro.
Examiné su figura. Era bastante alto, me imaginaba que más de 1,80. Vestía una ropa oscura a juego con su piel y solo pude percatarme de su apariencia de espaldas.
Temí porque hablara sobre mí: que me hubiese visto alguien, que hubiera presenciado o sido inoportuna en cualquier escena y ahora se encontraran en mi búsqueda inmediata. La piel se me puso de gallina.
—Solo espero no haber llegado muy tarde.
Supe que tenía que reaccionar. Era posible que fuese importante abordarlo cuando se encontraba en mitad de un bosque, solo, buscando a alguien y con lo que pude identificar un bulto en su cinturilla. Iba armado.
Estaba decidida, porque de nos ser el responsable estaba segura de que podría averiguar algo que nos acercara más al caso. Traté de obligarme a tragar la bola de pánico que comenzó a crearse en mi garganta atrapada tomé una respiración profunda antes de decidirme. Sostuve el mango con fuerza, las manos comenzándome a sudar y mi respiración a acelerarse mientras salí de mi escondite y mis pies fueron abriéndose paso hasta encontrarme tras su espalda, pisando su sombra poco vistosa sobre la tierra. En ese entonces, pareció sentir mi presencia tras él, y con mis manos aún sosteniendo el mango, inclinando mi cuerpo con ligereza hacia un lado, su cuerpo dio media vuelta sobre mí, mirándome con lo que pude percibir sorpresa y pasmo. No obstante, no le dio tiempo a reaccionar. Deslicé mis brazos y estampé la plancha metálica de la pala sobre su cabeza. Su cuerpo cayó al suelo de inmediato y me apresuré a recostarlo bocabajo sobre el suelo y colocar sus manos sobre su espalda. Él pareció quejarse del dolor, cerrando sus ojos mientras que un caminó de sangre descendía desde su sien hasta los ojos por estar en esa postura a la que le impuse.
Introduje mis manos en los bolsillos de mi abrigo y tomé una de las presillas que llevé conmigo por si tuviera que actuar en contra de alguien, a quien sinceramente imaginé por un momento que hubiera sido Logan. Pero me equivoqué.
Anudé sus manos de modo que no podía moverse y comencé a cachear sus caderas hasta que di con el arma guardado en su cinturilla. La tomé entre mis dedos y comprobé si estaba cargada.
Llevaba consigo una Beretta 92 que pude identificar como el mismo modelo que mi padre empleaba en su día a día y una navaja Albainox en el bolsillo de su chaqueta. Le arrebaté ambas armas.
—Oye, creo que te estás equivocando —logró decir con un gemido de dolor.
Apretó sus manos en un intento de zafarse, pero sabía que no lo conseguiría con tanta facilidad.
—Quién eres y qué haces aquí. —demandé mientras me reincorporaba en el suelo después de cachearlo y empuñé el alma mientras le señalaba.
—Te lo digo de verdad. Suéltame.
Su voz parecía salir en susurros, mientras intentaba mirar a su entorno en movimientos inquietos.
—¿Has venido solo?
Intenté, sin dejar de apuntarle, echar una ojeada a nuestro alrededor nerviosamente.
—Escúchame bien, Dalia. Si no me sueltas, no voy a poder ayudarte.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Prometo contarte lo que necesites, pero ahora debes soltarme
La furia se acrecentó y la incomodidad me hacía mover mis dedos nerviosamente sobre el arma. Recordé unas lecciones de mi padre, sus palabras retumbando con ligereza en ecos sobre mi cabeza mientras mis dedos rozaban el gatillo y jadeaba por el propio nerviosismo.
Ni siquiera era totalmente constante de la postura que yo estaba tomando. No podía dejar de sentir mi pecho doler por la velocidad que mi corazón había cogido, el sudor parecía descender por mi rostro y el miedo me tenía tan dominada que me fue imposible pestañear por aquella violenta escena que sabía que en parte yo misma estaba ocasionando. Sentí compasión por él. El golpe en seco que le ocasión parecía molestarle en lo más profundo por la fuerza con la que cerraba sus ojos y las continuas muecas que realizaba con su boca.
Debía dejar de importarme. El armado era él y el que se propuso enfurecerme también:
—Al menos deja de apuntarme si no sabes usar un arma.
Impaciente por que se callara y se atemorizaba de mí tanto como a mi me atemorizaba él, apunté hacia uno de sus lados con rapidez y apreté el gatillo provocando el ensordecedor sonido del disparo.
Sus ojos se volvieron a apretar, su rostro hizo una mueca de molestia y desagrado y apoyó la frente sobre el suelo con la respiración acelerada. Parecía muy nervioso, y no lograba entender la razón.
Volví a apuntar su cabeza mientras mi cuerpo temblaba por el sonido tan reciente.
Aquel silencio aparente se veía interrumpido poco a poco por unos pasos con fuerza que comenzaban a acercarse hasta nosotros.
Logan estaba allí, y de su mano derecha colgaba una pala similar a la mía.
—Dalia, baja ese arma.
—Logan, desátame. Estoy empezando a tragar tierra.
Intentó dar pasos pequeños hasta mí, subiendo sus manos en un gesto de paz y con un semblante desencajado por la tensión.
—No. Voy a llamar a la policía. —avisé yo, intentando evitar los tartamudeos.
—Joder… —murmuraba el moreno desconocido.
—Te estás equivocando. No es a él a quien buscas. Es un amigo mío, también de tu hermano.
—No os creo a ninguno de los dos.
Comencé a alternar la empuñadura apuntando entre el desconocido aún en el suelo y Logan, mis ojos moviéndose con pavor sin siquiera saber qué era lo que realmente estaba haciendo.
Estaba perdiendo la noción de la realidad.
—Dal, trabaja con la policía de Rixton. Es de tu propio bando.
—Mira mi chapa. —masculló de nuevo el maniatado.
Me acerqué con lentitud hasta su cabeza, la pistola no dejaba de estar cerca de él. Una vez él levantó la cabeza sin ganas, el cuello quedó descubierto y de éste resaltaba el brillante collar que tomé entre mis dedos y examiné de manera minuciosa.
Llevaba grabado el nombre de base militar de Dalsen.
Era incluso seguro que conocía a mi padre.
—¿Eres policía?
Mis rodillas cayeron sobre la tierra, totalmente rendida mientras le escuchaba hablar.
—Soy un mercenario, pero colaboro con la policía.
Logan se aproximó hasta mí sin que me percatarse y tomó la navaja que le arrebaté al desconocido del bolsillo del abrigo, de donde sobresalía ligeramente. Él se agachó junto al otro, cortando la presilla que envolvía sus muñecas y tirándola a un lado.
Ambos se levantaron al unísono, pero el mercenario usurpó de mis manos la Beretta en un gesto grosero.
—De nada —masculló entre dientes.
—Morgan —llamó Logan, con sus ojos puestos en mí. Yo seguía arrodillada en el suelo contemplando la tierra abultada —, los chicos están en el coche, junto al tuyo.
Sentía como sus pasos comenzaban a alejarse hasta desvanecerse con el silencio. Ni siquiera pude mirarle: mis vita era incapaz de despegarse de las hojas y pequeñas rocas sobre las que me encontraba. Logan permaneció a mi lado.
—¿Te encuentras bien?
—No.
Sus pasos hicieron que se acercará más a mí.
Escuché susurros, mi cuerpo se mantuvo estático. Extendí las palmas de mis manos sobre el suelo y mis ojos se movieron sobre dos franjas de tierra que pude identificar exactamente frente a mí. Mis brazos se tensaron cuando la imagen que sospeché que podría ser la causa de aquella repentina conjetura parecía pasearse por mi cabeza en repetidas veces. El pavor era imposible de arrancarlo de mi piel.
—Dalia, ¿qué pasa? Escúchame. Tenemos que marcharnos.
Los susurros persistían en mi cabeza y tuve que parpadear varias veces en un intento de alejar aquellos delirios tan inoportunos. La garganta se me secó, la dermis se me erizó al percatarme de aquella irregularidad tan inusual e inconscientemente, incliné mi cabeza hacia el suelo.
—¿Qué se supone que haces?
—La tierra.
—¿Qué pasa con la tierra?
Alejé mi rostro y mis dedos comenzaron a actuar por sí solos, escarbando sobre ella.
—Esta tierra no es de aquí.
Él se arrodilló a mi lado y sentí sus ojos con incertidumbre sobre mis acciones.
Escarbé, mis dedos dañándose, las uñas rajándose por la fuerza con la que las hacía rascar sobre rocas y ramas que se arremolinaban en un inesperado hoyo donde parecía que perseguía una nada inexistente.
Logan pareció tomar sentido de la realidad y, tomando mis manos para detenerme, comenzó a musitar con tranquilidad.
—Dalia, tranquila.
Sus palabras lograron calmarme de manera inexplicable y persuadirme para salir de aquel episodio que sólo yo parecía experimentar. Sus pies comenzaron a reincorporarse con lentitud mientras me tomaba de las caderas y de una de mis manos, pero en el momento en el que me soltó, fue inevitable. No podía dejar escapar aquella persistente inquietud. Me incliné en el suelo hasta tomar la pala que traje conmigo y la hinqué en el mismo lugar donde mis dedos se enterraban segundos antes, volviendo a escavar.
—Dalia, para.
La plancha logró tocar algo que de tal manera fue imposible sacar más tierra de aquel mismo punto. Llegué a donde quería.
—Debemos irnos.
—¡No pienso irme! —grité, elevando desde el mango la pala e incrustándola en el diminuto hoyo. Sentí la rotura que causé con ella.
Logan también lo hizo. Nuestros ojos estaban fijos en el mismo sitio, donde la herramienta se encontraba enterrada y de inmediato intenté hacer fuerza para poder sacarla.
Cuando al fin pude extraerla, el terror volvió a mí: de la placa goteaba lo que pude percatarme que era como sangre y una vez mi vista cayó al suelo, diferenciamos comouna cabeza abierta por la plancha era descubierta.
Otro cuerpo.
Logan dio dos pasos hacia mí, tomó mis manos e hizo que la soltara en el suelo apresuradamente resultando en un sonido grotesco al chocar contra las rocas.
—No la toques.
Sus ojos se movieron hacia uno de nuestros costados y, abrazándome mientras yo proseguía en un estado se shock, alejó mi cuerpo del cadáver descubierto bajo nuestros propios pies. Lejos de estar asustado, estaba inquieto, sorprendido e incómodo. Miró hacia sus dos lados con su respiración acelerada y desasogada.
—Hay otro muerto aquí —logré pronunciar en tartamudeos y sintiendo la saliva atragantarse en mi garganta. Quise gritar. Estaba aterrorizada.
La sensación que experimentaba hacía una semana atrás volvía a dominar mi cuerpo y a sacudirlo con violencia bajo los brazos de Logan.
O eso era lo que quería creer, que yo no fuese la única asustada de esa escena.
—Dalia, escúchame —intentó tranquilizarme mientras me obligaba a mirarle —. Tenemos que irnos. No pueden saber qué estamos aquí.
Mi cabeza daba vueltas y aspirando el aroma esencial que siempre acompañaba al muchacho consigo, intenté buscar una mínima paz en mi interior con el desespero jadeando en mi boca.
—Esta es la puñetera realidad de la que te hablaba. Podemos estar rodeados perfectamente de todos ellos y ni siquiera lo sabes.
—¿Tú sabías de esto?
Mi teléfono sonó. Era mi padre.
—Debes cogerlo —demandó con autoridad mientras me despegaba y yo dudaba sin dejar de estudiar su fisonomía
—Contéstame.
—Se va a preocupar. Aparenta normalidad y atiende la jodida llamada, Dalia.
Con sólo descolgar, sin despegar la conexión visual que Logan y yo mantuvimos, ni siquiera me dio tiempo a decir nada. Su voz preocupada se adelantó.
—Ha aparecido un cuerpo en el puerto de Dalsen. Es una chica de diecisiete años.
Mi corazón se precipitó contra mi pecho con dureza, la respiración se me cortó con brusquedad y él me miró dudoso.
Guardé silencio sin poder ser capaz de asimilar la conclusión a la que llegué con solo aquella noticia. Le miraba y pensaba: no puede ser verdad.
Y la verdad había confesado tal como él me prometió. Las dudas seguían palpitando sobre mis esquemas y lograron que todos y cada uno se volvieran confusos e incoherentes. Alejando el móvil de mí y tras haber estado contemplando con detenimiento cada movimiento, semblante o actitud que dejase ver a través de su rostro, no me vi con más remedio que afirmarlo:
—Tú no eres el asesino.
Él suspiró con lo que pude percibir como sosiego y descarga. Negó lentamente la cabeza en un intento de terminar de confirmármelo con su propia palabra.
Había fracasado, y desgraciadamente, volvía al punto de partida.
Nuestros últimos minutos allí se resumieron en cómo él tomaba un pañuelo de su bolsillo, frotaba el mango de la pala, limpiándola de cualquier huella y dejándola allí tirada mientras me tomaba de la mano y tiraba de mí hasta salir a la carretera.