Helia
No pasó mucho hasta que Helia notó algo extraño. Ella sabía que en cada atardecer había alguien observándola, alguien no humano. Alguien especial, tal vez como ella. Cada noche, cuando ella iba a descansar, soñaba con unos ojos azules. Eran los ojos más bonitos que había visto pero cada vez que creía poder descubrir a quien le pertenecían, ella despertaba. Mientras se preparaba para el amanecer, no podía parar de pensar en aquellos ojos. Eran fríos, pero al mismo tiempo cálidos y amables, le causaban curiosidad.
Muchas veces pensó en preguntarle a los otros dioses, los Planetas. Pero cada vez que iba hacia ellos, la elogiaban. A veces demasiado, al punto de no la dejarla hablar.
- ¡Estuviste estupenda, querida! – dijo Venus.
- Incluso mejor que ayer. – concordó Marte.
- Gracias. Aunque vengo aquí a preguntarles algo…
Pero antes de poder seguir hablando, la interrumpieron. Era agobiante. Al principio se alegraba de todos esos cumplidos, ella dependía de la opinión de los demás. Todo admiraban su belleza y resplandor. Sin mi belleza, ¿Me querrían de igual manera?
Ella había oído hablar de algo llamado noche. Universo le había dicho que ocurría después del atardecer. En el momento en que le preguntó que sucedía cuando ella iba a dormir, Universo se enfadó. Dijo que no era de su incumbencia. Esto solo avivó su curiosidad.
Llegado el fin de su jornada, Helia estaba cansada. Su momento del día favorito era el atardecer. Le gustaba el color que emitía el cielo, y le gustaba que todos en la Tierra se juntaran a hablar de su belleza. Pero lo que más le gustaba, era sentir esa mirada. Estaba casi segura de que aquellos ojos azules que la veían mientras dormía eran los mismos que la observaban cada atardecer. Pero cada vez que miraba hacia la dirección en que se sentía observada, no veía nada. No había nadie.
Durante muchos días se preguntó si estaba loca. Su voz interna le decía que abriera bien los ojos, que lo que buscaba estaba frente a ella misma. Pero luego se ponía a pensar en que ella es el Sol, ella conoce a todos. Tanto a dioses como a mortales, nada escapa de su visión.
Cuando el último de sus rayos de luz iluminó la Tierra, ella se fue a dormir. Era como si una fuerza embriagante la arrastrase hacia el Palacio del Sol. Su palacio era grande y acogedor, rodeado de nubes. Luego de la Creación, Universo se lo había asignado.
Cundo llegó a su habitación, se metió a su cama y cerró los ojos. Su último pensamiento fue si esa noche también soñaría con esos ojos.
Y efectivamente, así fue.