Capítulo 26: La Verdad
Mikhail.
Hasta lo que me concierne, y esto lo digo por experiencia propia, todas las chicas de la ciudad tenían los mismos rasgos, estaba exhausto de tener que soportar el coqueteo poco discreto de las rubias huecas del pueblo, hasta que de pronto, en el momento en el que menos lo esperé, una morena muy torpe entró sin autorización a mi habitación siguiendo sus instintos criminales, intentó hurtar mi iPod pero terminó hurtado una cosa con más valor que un simple electrónico.
La niñera hurtó mi mente, mi alma, y de alguna manera, sentía que mi corazón le pertenecía solamente a ella.
Dios, me he vuelto un reverendo idiota.
No podía ni siquiera plantearme a mi mismo las sensaciones que ella me transmitía. Ella, sin duda alguna, poseía un algo especial. Un algo diferente.
Kathleen se encuentra a mi lado, sentada sobre una roca con sus bronceadas piernas flexionadas, y su rostro clavado en el horizonte. Su cabello está desordenado, húmedo pero eso le da un ápice salvaje, emocionante. Me quedo mirándola fijamente. Después de haber estado jugando en la cascada, decidimos tomar un descanso antes de volver a nuestras realidades.
—Cuentame algo —me pide después de unos minutos en los que no hemos hecho mención de ni una palabra. Elevo las cejas, aturdido—. Sólo... quiero dejar de pensar en...
Ella se detiene, y una fibra adentro de mí se retuerce. No tengo ni puta idea de qué es eso que la mantiene atormentada pero prefiero no hacer preguntas. También me agradaba el silencio.
Suspiro, jugando con una pequeña ramita que se encuentra sobre el suelo, mis dedos aún están húmedos, y solo tengo puesto el pantalón. Mi pecho al descubierto recibe las corrientes de aire frío que sacuden los árboles a nuestro alrededor pero decido concentrarme en responder a su pregunta.
—¿Qué quieres saber? —le pregunto, despegando mi mirada momentáneamente de la rama para verla de refilón.
Kathleen se enconge de hombros, y tras tomar una profunda respiración se gira para verme.
—¿Tienes papá? —su pregunta me desconcentra.
No había mucho que contar sobre papá. No acostumbraba a hablar sobre mi padre a ninguna persona, ni siquiera a Lana o a Des, quienes incluso lo habían llegado a ver un par de veces e intercambiar palabras con él.
Micah, al igual que yo preferimos mantener la historia sobre nuestro padre sepultada y enterrada tres metros debajo del suelo. No siempre la vida es de color rosa, algunas veces, puede tornarse gris o negra.
Miro a mis pies en silencio, ella apenas se ha dado cuenta de que, posiblemente, no es un tema que quiera tocar. Sin embargo, siento que me estoy ahogando en un vaso de agua, muchas veces es bueno soltarse de pesos un poco... compartir ese peso sobre tus hombros con la persona idónea.
—Mi padre es un gran hombre —no tengo ni la menor idea de cómo empezar, y mucho menos, por dónde empezar. Por lo tanto, decido iniciar mi relato por lo más sencillo.
—No tienes que hablar de ello si no quieres... —me interrumpe.
La ignoro, y prosigo:
—Solíamos ser muy unidos, el nos llevaba a pescar, nos contaba historias, e incluso mi primera revista pornográfica me la regaló él —le comento, haciendo que sus mejillas se tiñan de rojo. Ella se cubre las mejillas como un muy mal camuflaje—. Siempre quise ser como él, lo más parecido a un héroe que tenía, mi inspiración y la persona a la que más admiraba —empujo la ramita con mis dedos hasta que cae sobre el agua. Aprieto los labios sin poder evitar la cinta de recuerdos que azota mi cerebro—. La vida me lo arrebató, Kathleen.
Ella me dirige la mirada, sus ojos se han cristalizados y pareciera que fuese a largarse a llorar en pocos segundos, pero mi intención jamás había sido despertar su lástima. No quiero su lástima, ni la de nadie más.
—El está en un hospital, no se mueve, no respira por sí solo, apenas y puede susurrar un maldito sí o no. Es una mierda.
Sus ojos chispean de tristeza, su mirada es la más auténtica y genuina que alguna vez he recibido y por primera vez, siento que ella no me juzga, no me señala, no me ataca. No es como las demás, y eso me encantaba.
—Mis padres nos abandonaron a mi hermana y a mí cuando tenía seis años y Katherine tenía ocho. Un día nos llevaron de visita a casa de la abuela, quien en realidad es una señora que había sido amiga de la madre de mi madre, y se fueron con la escusa de que volverían en un par de horas —una que otra lágrima se escapa de sus párpados, a la vez en la que se forza a sí misma a reprimir la nostalgia que se arraiga a sus entrañas—. Solo que... jamás volvieron, no volvimos a verlos, no volvimos a escuchar sus voces y así estaba bien. Habíamos aprendido a vivir con ese sentimiento sin permitir que nos dañara.
Kathleen parece un libro abierto, siento que podría conocer hasta el más diminuto detalle detrás de su vida y ella me lo permitiría.
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Editado: 17.11.2021