┆Tres meses después.
El sol brillaba intensamente sobre el jardín decorado con flores blancas y cintas doradas. Ainara, con su vestido azul claro, estaba sentada en una de las sillas del frente, mirando fijamente al suelo. A su lado, Mauro, con un traje gris, cruzaba los brazos y miraba hacia otro lado, claramente incómodo, ninguno se dirigía la palabra.
Francisco y María estaban en el altar, intercambiando miradas llenas de amor y emoción. El oficiante comenzó a hablar, pero Ainara y Mauro apenas prestaban atención.
—No puedo creer que esto esté pasando, nuestros padres se están casando —susurro Ainara rompiendo el silencio pero sin mirar a Mauro.
—Yo tampoco —respondió Mauro en voz baja, sin mirarla—. Esto es ridículo.
Ainara apretó los labios, tratando de contener las lágrimas. No era solo la boda lo que la molestaba, sino la idea de tener que compartir su vida con Mauro, alguien con quien no tenía nada en común y con quien apenas podía hablar sin discutir.
Mientras tanto, Mauro pensaba en lo injusto que era todo. No había pedido una nueva familia, y mucho menos a una pelirroja que debía llamarla hermana que parecía detestarlo tanto como él a ella. Suspiró, deseando estar en cualquier otro lugar.
Ainara y Mauro se levantaron de mala gana, sus movimientos sincronizados solo por la obligación. Francisco y María se tomaron de las manos, sus voces temblando de emoción mientras pronunciaban sus promesas.
Ainara miró a su padre, viendo la felicidad en sus ojos, y sintió una punzada de culpa por no poder compartir ese sentimiento. Mauro, por su parte, observó a su madre, tratando de entender cómo podía estar tan feliz en medio de todo el caos que él sentía.
Cuando finalmente se pronunciaron marido y mujer, los aplausos llenaron el aire. Ainara y Mauro aplaudieron débilmente, sus miradas encontrándose por un breve momento. En ese instante, ambos supieron que, aunque no les gustara, tendrían que encontrar una manera de coexistir en esta nueva realidad.
—¿Por qué no pueden entender que esto no va a funcionar? —dijo Ainara, más para sí misma que para Mauro.
—Porque están cegados por el amor —respondió Mauro con sarcasmo—. No les importa lo que nosotros pensemos.
Ainara asintió, sintiendo una mezcla de frustración y tristeza. Desde que se conocieron en la escuela, ella y Mauro nunca se habían llevado bien. Y ahora, con la boda de sus padres, las cosas solo parecían empeorar.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Ainara, girándose hacia Mauro—. Que ahora tendremos que vivir juntos.
Mauro la miró por primera vez, con una expresión de resignación.
—Sí, lo sé. Pero no por esto tenemos que ser hermanos.
Ainara no respondió, haciendo que el silencio reinará y ambos adolescentes evitaban mirarse en lo que quedaba de la ceremonia, conscientes de la tensión que siempre flotaba entre ellos.
Francisco y María se acercaron a donde Ainara y Mauro estaban de pie, forzando sonrisas. Francisco, con una expresión de felicidad radiante, abrazó a su hija.
—Gracias por estar aquí, Ainara. Significa mucho para nosotros —dijo Francisco, mirando a su hija con orgullo.
María, con una sonrisa cálida, se dirigió a Mauro.
—Y a ti también, Mauro. Sé que esto no es fácil, pero estamos muy felices de que estén aquí con nosotros.
Ainara y Mauro intercambiaron una mirada rápida, ambos sintiendo el peso de las expectativas de sus padres. Ainara asintió lentamente.
—Claro, papá. Queremos que seas feliz —respondió Ainara, aunque su voz sonaba un poco forzada.
Mauro, por su parte, simplemente asintió, sin decir nada. María le dio un apretón en el hombro antes de irse con Francisco.
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La fiesta de la boda estaba en pleno apogeo. Las luces brillaban con intensidad, la música llenaba el aire y los invitados reían y bailaban, celebrando la unión de la pareja. Sin embargo, en una mesa al fondo del salón, dos adolescentes no compartían la misma alegría.
Ainara, jugaba distraídamente con su tenedor, empujando los restos de su comida de un lado a otro del plato. Sus ojos verdes, normalmente llenos de vida, estaban apagados y evitaban mirar a su alrededor. Mauro, sentado a su lado, no estaba mucho mejor. Con su traje gris y corbata desajustada, mirando a la nada mientras sus dedos tamborileaban en la mesa, ignorando todo lo que sucedía a su alrededor.
Ambos estaban atrapados en sus propios pensamientos, recordando las discusiones y los momentos de tensión que habían vivido desde que sus padres decidieron casarse. Ainara sentía que su mundo había sido invadido, mientras que Mauro no podía entender por qué tenía que compartir su vida con alguien que no quería estar cerca de él.
De vez en cuando, sus miradas se cruzaban, pero rápidamente se apartaban, como si el contacto visual fuera demasiado doloroso. Los intentos de reconciliación que habían tenido en el pasado parecían lejanos y casi irreales en ese momento.
Francisco y María, radiantes de felicidad, se acercaron a la mesa para intentar animar a sus hijos.
—¿Cómo van, chicos? ¿Están disfrutando? —preguntó Francisco con una sonrisa, pero Ainara solo asintió ligeramente sin levantar la vista. María puso una mano en el hombro de Mauro, pero él solo se encogió de hombros.
La tensión era palpable, y aunque la fiesta continuaba a su alrededor, para Ainara y Mauro, el ruido y la alegría parecían estar a kilómetros de distancia. La boda de sus padres, que debería haber sido un día de celebración, se sentía más como una prueba que tenían que soportar.
Francisco y María intercambiaron una mirada preocupada, conscientes de que la verdadera unión de su nueva familia aún estaba lejos de lograrse. Pero, a pesar de todo, mantenían la esperanza de que con el tiempo, Ainara y Mauro encontrarían una manera de llevarse bien y aceptar la nueva realidad de sus vidas.
—¿Qué tal si bailan un poco?
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Editado: 22.10.2024