El familiar sonido del despertador fue lo primero que escuché el martes por la mañana, aunque ya había logrado dormir algunas horas aún me sentía aturdida por el sonido de la música, justo ayer fue el cumpleaños número diecisiete de Luciana y no importaba el hecho de que fuera lunes, siempre el instituto completo asistía a sus fiestas.
Suave brisa entraba por la ventana semiabierta de mi habitación, amaba el lugar donde vivía, era tan tranquilo que me permitía hacer cosas como no cerrar la ventana durante la noche.
Estiré las extremidades de mi cuerpo que se habían vuelto torpes por el sueño, abrí mis ojos y parpadeé, acostumbrándome a la luz natural de la mañana.
Fruncí el ceño cuando miré el vestido azul que usé la noche anterior para la fiesta, estaba desperdigado en el frío suelo de mi habitación junto con los zapatos a juego, tras un suspiro me dirigí al cuarto de baño para dar por iniciada mi rutina del martes.
Después de darme un baño, observé la imagen que el espejo me devolvía, miré a una chica pálida y flaca de largo y muy liso cabello negro que me arreglé en acomodar en una coleta, nada especial, también observé el uniforme del instituto el cual no me favorecía en nada, una falda azul marino un poco debajo de las rodillas, una camisa amarilla con el sello del instituto que iba por debajo de la falda, calcetas amarillas y zapatos colegiales negros.
Hice una mueca, puede que este uniforme no me hiciera ver nada bien, pero en todo caso tampoco parecía favorecer a las otras chicas, sólo algunas afortunadas como Luciana podían hacer que algo como el uniforme del instituto se viera hermoso, claro que ella tenía como apoyo a esos hermosos risos rubios, un perfecto bronceado y por si fuera poco, si esas cosas fallaban siempre podía contar con que el azul de sus ojos hiciera el trabajo de llamar la atención. El espejo no tardó en empañarse gracias a mi respiración y dibujé con la yema de mis dedos un pequeño corazón en la blanquecina superficie.
Mi horario de clases marcaba que todos los martes entraba dos horas más tarde de lo normal y poco a poco mi mejor amiga, Esmeralda, y yo tomamos como costumbre reunirnos cada martes en una cafetería cerca del instituto para desayunar, así que tras un último vistazo rápido al espejo salí de mi habitación.
Cecilia y Federico estaban en el desayunador, ellos eran mis padres adoptivos, no es que lo mencionáramos mucho, hace nueve años desde que vivo con ellos pero eso no significa que no piense en la vida que tuve antes, no es que recordara mucho de esa vida, pero a menudo me preguntaba en que pudo hacer que mis padres me abandonaran, siempre anhelé una familia completa y unida y aunque tenía a Cecilia y Federico no podía evitar querer mas, tras despedirme de ellos con una sonrisa y con mi mochila colgada en un hombro y suelta de otro salí por el umbral de mi casa.
Como de costumbre, el alumbrado en las calles estaba completamente encendido a pesar de que el cielo ya había clareado, no tardé mucho tiempo en llegar hasta la parada de autobuses ubicada en la esquina de mi calle, mientras esperaba al transporte contemplé el paisaje de Wallville bañado por la suave luz del sol, mi hogar, podía escuchar el trinar de las aves y la dócil brisa matinal me envolvía con sus delicados toques fríos.
Suspiré. Me sentía un poco cansada de mi rutina diaria, a veces, incluso llegaba a sentirme atrapada, día con día hacía lo mismo, sin esforzarme por superar la pauta que yo misma había marcado.
La mayoría de las personas deseamos dejar nuestra huella en el mundo, pero no somos capaces de hacer algo para que eso suceda, somos frágiles, pequeños, efímeros, tan intrascendentes que ni siquiera somos capaces de notar lo rápido que suceden las cosas, antes de que podamos hacer algo, nos damos cuenta de que el tiempo se nos va, como la arena colándose de nuestras palmas extendidas, como una palabra susurrada al viento.
Yo era diferente, tenía que hacer que mi vida valiera más que esto.
Despertándome de mi ensoñación me di cuenta de que el autobús llegó. Me subí y no necesité hacer una minuciosa consideración del transporte para darme cuenta de que no había asientos vacios, me quedé parada, sosteniéndome de una de las barras horizontales que estaban en la parte alta del autobús y ningún caballero me ofreció su lugar.
Pedí la parada del autobús dos calles antes de llegar al instituto y para cumplir con la ahora tradición de cada martes entré en la pequeña cafetería. Esmeralda estaba ahí sonriendo en mi dirección, después de haberla saludado me senté frente a ella en una de las manchadas sillas de plástico, noté (una vez mas) que mientras más se ampliaba su sonrisa mas se contraían sus grandes ojos marrones. La mesera ya nos conocía a pesar de todos los clientes, supongo que es difícil prescindir de nosotras después de que nos ve cada semana, me trajo lo de siempre sin siquiera preguntarlo, dos panqueques uno con miel y otro con chocolate, además de un frio vaso con leche revuelta con chocolate.
—Hay algo, muy, muy, muy importante que quiero mostrarte —me dijo mi amiga tras tragar su bocado de comida.
—Me pregunto de que se tratará —respondí con un sarcástico entusiasmo.
— ¡Dios! no estés tan alegre—exclamó con fingido horror.
—No puedo evitar pensar —la miré y sonreí—. En que la última vez que querías mostrarme algo muy importante, me di cuenta de que tu primo guapo había venido a pasar la navidad en Wallville y al parecer tú me querías como el nuevo miembro de tu familia, pero el chico no parecía en absoluto interesado —resoplé.
—Dicho así suena bastante tonto, era una buena idea.
—Tal vez hubiera sido mejor si hubieras intentado averiguar si el chico quería una novia —rodé los ojos—. O por lo menos pudiste pedir mi opinión.
Mi amiga rió, seguramente estaba recordando lo vergonzoso que fue el invierno pasado para mí.
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Editado: 13.07.2022