Horas después, en casa de los Luna, Morena estaba indecisa sobre si debía o no entrar a la habitación de su tercer hijo. Agradecía que aún viviera allí, aunque sabía que él ya era un adulto. En realidad, no podía evitarlo, Nicolás era al que sentía más cercano a ella.
A Thiago y a Mirna la condición de médiums les había llegado con tanta naturalidad, que ella dejó de lado sus temores de madre primeriza, al menos en lo que tenía que ver con la salud mental de cada uno de los mellizos. Pero luego, con Nicolás, los fantasmas habían sido solo fuente de terror y necesidad de protección. Oriana había sido más tranquila, para ella cada espíritu fue un amigo desde el principio. Sin embargo, Nicolás crecía y la barrera con la que se protegía del temor a lo sobrenatural lo alejaba cada vez más del resto de sus hermanos y de su padre. Luego de noches de abrazarlo, de oírlo llorar, de no poder quitarle la capacidad de ver lo que no deseaba, sentía una inclinación especial por él.
«Yo voy a entrar, qué más da. Siempre termino interrumpiéndolo, no sé ni para qué estoy aquí afuera dudando» se dijo, mientras abría la puerta y daba los primeros pasos con suavidad.
Se notaba que Nicolás había intentado dormir, sin mucho éxito. Estaba recostado, con una mano bajo la cabeza, boca arriba y sin cerrar siquiera los ojos. El teléfono estaba en la mesita, a un lado.
«¿Qué está haciendo, contando las grietas en la pintura del techo?» pensó la madre, con algo de lástima, mientras avanzaba.
El sol ingresaba en pequeños haces a la habitación, entre las persianas bajas. En eso, el aroma a carne asada hizo su aparición, desde la puerta entreabierta.
—Hijo, han venido unos amigos de tu padre y estamos echando de todo un poco a la parrilla del patio —comentó Morena, para referirse a los gustos variados de los miembros de la familia, algunos incluso veganos—. Tus hermanos mayores no están. ¿Por qué no vienes un rato y comes con nosotros?
—No, gracias, ma —respondió el joven, sin mirarla—. Quiero dormir.
—Yo te veo muy despierto.
—Y yo digo que no me da la gana almorzar hoy. Trabajé toda la noche.
Sin embargo, Morena sabía que a su hijo le encantaba la carne asada y, en general, que lo llamaran a comer cualquier cosa que él no tuviese que cocinar.
—Vamos, es un ratito, comes y luego te acuestas de nuevo —ofreció—. Yo lavo tu plato.
—¡Que no, basta de insistir! —exclamó él, en un arranque que sorprendió a la cocinera.
Acto seguido, se levantó y bajó del todo las persianas, con brusquedad. Ya con total oscuridad, el dj fue hasta su cama y se tapó con la sábana hasta las orejas, a pesar del calor que hacía.
Morena seguía allí, de pie, boquiabierta.
—Qué forma de contestar, Niquito —dijo ella, mordaz, con el apodo que irritaba a su hijo de pequeño—. Si no fuese porque amanecí con la tensión por las nubes, te diría unas cuantas cosas.
Con eso, pensó que desataría el carácter explosivo que ella misma le había heredado a Nicolás, pero lo único que vio en él fue una extraña tristeza.
—Perdón, no tengo ganas de ver a nadie hoy —dijo el muchacho, esta vez mirando hacia la pared, casi en posición fetal.
—Algo te ha pasado, ¿no? —intentó adivinar la mujer, mientras su hijo se removía con incomodidad en la cama—. Estoy segura de que hay muchos fantasmas en ese club, hijo. Siempre fuiste el más sensible, no deberías trabajar de noche si vas a huir de ellos. Y nunca más te vi traer a esa chica con la que salías, Mireya.
—Lo de Mireya se terminó, pero nunca fue algo tan grande —confesó él, con más tranquilidad—. Me gusta la noche, mamá, ya lo hablamos. No te preocupes, no voy a echarme a perder, solo quiero pasar música y que la gente la escuche.
Aquello la conmovió, ya que tenía la idea de que el disfrute musical no era precisamente lo que buscaban quienes iban a lugares como el club que había contratado a su hijo.
—Como quieras —dijo, apenada—. Si usaras tu talento de otra manera, no sufrirías tanto.
Con eso sí que debió tocar alguna fibra sensible en Nicolás, porque lo escuchó respirar hondo, con fuerza, una única vez.
—Es mi sufrimiento, así que lo aguanto como quiero —respondió el dj, con nueva dureza en la voz.
Después de oír eso, el carácter explosivo de Morena sí que estalló. Sin embargo, no gritó ni pateó ninguna de las prendas que estaban desparramadas por el suelo. Contó hasta diez, como le enseñó el propio Tomás, luego habló.
—Me parece que te di demasiadas libertades. Otra vez contestándome así —gruñó la chef, camino a la puerta—. En fin. Seguro va a quedar algo de carne, te la dejaré en la heladera antes de irme al restaurante.
El ruido que hizo el estómago del joven la hizo volverse cuando ya estaba cerca de la salida. Morena se quedó allí un momento, de brazos cruzados, esperando a que su hijo recapacitase, pero ni siquiera lo vio moverse de la posición que había adoptado en la cama. Así que se tragó la preocupación de madre y se marchó con su dignidad intacta, dando un portazo. No era de dejar que la última palabra la tuviesen otros, pero si consideraba que ella era la que más había hablado y que, en realidad, el ruido estomacal de su hijo no era una palabra en sí y que, además, le había dado la razón, bien podía dejarlo como estaba.
Una vez en el pasillo, estaba por echarse unos cuantos insultos por haber criado a un hijo tan consentido y estúpido, pero tuvo que contenerse otra vez. La pequeña Oriana estaba allí, esperándola, con su cuaderno de notas y sus enormes auriculares con orejas de gato. A Morena le tocaría ir a desquitarse más tarde, saliendo a correr, o la pagarían sus empleados en la cocina.
—Orianita, por favor, no estés todo el día con esas cosas puestas, que te vas a quedar sin oír nada antes de los veinte.
La adolescente se quitó los cascos, sin protestar, y la madre pensó que le hubiese gustado que todos sus hijos fuesen así de obedientes a los quince años.