Era el día, le provocaba fatiga tener que estar presente ahí solo para ver a todas las doncellas del reino y tener que escoger entre tantas, sin embargo, se siente a gusto, se ha despedido de su soltería, no le conviene tener ninguna aventura ahora cuando está bajo los ojos del consejo y su gente, pero quería sentir el gozo de ser su última noche como un hombre soltero, al amanecer nuevamente se convirtió en el rey, ese aquel que todo el mundo desprecia por su reputación.
—Ya puede retirarse—le ordenó a la mujer de cabellos dorados con quien había pasado la noche, se quedó cansado y solo por eso la dejó quedarse en sus aposentos, la mujer subió la mirada suspirando atrayendo la atención del rey que se giró mirándola de pies a cabeza—Recibirá una buena paga por sus servicios, ¿necesita algo más? —declaró terminando de arreglarse el cabello, es un hombre sin vergüenza porque está a minutos de comenzar el baile y él está encerrado con una concubina.
Las mejillas de la joven mujer se tiñeron de un rojo intenso, le advirtieron que no sintiera nada más, que no se sintiera especial por haber sido solicitada más de dos veces por el rey, pero ese hombre delante suyo la cautivó, ¿a quién no? Muchas mujeres que lo sirven han quedado embelesadas de él olvidándose de su temperamental carácter.
—N-no, su majestad, ya me retiro—murmuró temblando para luego hacer una reverencia y caminar hacia las grandes puertas. Maxon bufó y regresó su mirada frente al espejo, estaba vestido como el rey de toda Inglaterra, pero aún le faltaba ponerse su corona, aquella que se encontraba aislada para el baile.
De reojo sintió a la muchacha verlo, estaba parada frente a las grandes puertas observándolo por última vez. Maxon la miró por el rabillo del ojo, infló su pecho manteniendo la calma. Concentró su mirada en el espejo mirándola fijamente, la muchacha se intimidó de golpe, tembló, pero no se movió.
—No soy bueno para ninguna dama, no puedo ofrecerles nada más que riquezas y es lo que estoy haciendo con usted, por favor, no se haga ilusiones y disfrute de lo que le ofrezco. Retírese que el vizconde llegará pronto—recitó tratando de no ser duro con sus palabras, la muchacha asintió con un dolor en el pecho, sabe que solo la usó, pero para eso pagó por ella. Cabizbaja salió de los aposentos del rey, pero le fue imposible no chocar con el vizconde en un pasillo.
El vizconde renegando siguió su camino, los guardias le abrieron las puertas de los aposentos del rey y se lo encontró arreglando una vez más su ropa. Las doncellas y sus familiares correspondientes ya se encontraban en el gran salón, el tiempo estaba pasando muy rápido que se le formó un nudo en la garganta al Rey. Es como si lo estuvieran llevando a la horca.
—¿Se encuentra listo, majestad? —preguntó el vizconde permaneciendo en la entrada, Maxon se volvió a mirar en el espejo y no para ver cómo lucía, no se inmutó al ver a su rostro frío y serio. Es una obligación que tiene con su reino, una obligación que le fue heredada al nacer.
—¿Vizconde? ¿Alguna vez imaginó volver a repetir esta escena? No son las mismas circunstancias, pero creo que comprende. Lo hago por obligación no por gusto como la última vez—habló girándose para verlo a la cara. Francisco por más años de experiencia se dedicó a bajar la cabeza, sabe que esas palabras tienen otra intensión y en la mirada de rabia de Maxon sabe el motivo.
—Usted ha sido un buen rey y le aseguro que su pueblo lo reconoce, solo le pido que no sea malo con nuestra futura reina—pidió alzando levemente la mirada. Maxon se carcajeó, lo hizo fuertemente que lo hizo estremecerse. El vizconde temía por la muchacha que el rey escogiera y no porque él fuera capaz de hacerle daño, sino que la condenaría a una vida miserable llena de desplantes, de discusiones y de desilusiones.
—¿Usted se atreve a pedirme eso? ¿Qué cree que le haré a mi futura esposa? ¿torturarla? ¿pegarle? Usted qué me conoce mejor que nadie ¿se atreve a dudar de mí? Sé lo que es sentir dolor y aunque me esté casando bajo estas circunstancias mi padre no me enseñó a maltratar mujeres, así sean concubinas, puedo ver a las mujeres como la fruta más exótica que deseo probar, pero intentar dañar su integridad jamás—vociferó furioso frente al vizconde que lo escuchaba atentamente. Al rey le encantan las mujeres, las tiene a todas si se lo propone, pero sabe que casarse es ponerse una soga en el cuello directo a una muerte profunda. A sus concubinas jamás las ha maltratado, jamás ha osado humillarlas porque la antigua reina, su madre, es capaz de salir de la tierra y darle un montón de sermones.
El vizconde tiene motivos para dudar de él, enfocando sus ojos en los rabiosos de él se aclara la garganta. No maltratará a la futura reina físicamente, pero la frialdad del rey incluso es peor que los golpes.
—No era mi intensión ofenderlo, majestad, lo digo porque…—se justificó, pero el rey lo calló. Tiene suficiente con las provocaciones de sus primos como para perder la paciencia con ese viejo que siempre ha estado a lado suyo.
—No diga más, vizconde, vaya a ver a mis primos e infórmeles que deben presentarse con sus respectivos acompañantes en el salón, yo bajaré en un momento—ordenó girándose nuevamente dándole la espalda al vizconde que solo suspiró obedeciendo.
—Como ordene, majestad.
***
Ayme recién tenía diecinueve años cumplidos y aún no había sido presentada entre sociedad, tenía un título al ser la hija menor del vizconde, pero ese no era mundo para ella. Nunca le había gustado relacionarse con la nobleza, pero era inevitable, su padre era el confidente del rey. Ella había estado lejos del palacio por años, su padre la mantenía alejada de todo, pero había sido momento de volver.
Tenía una posición que no le gustaba, no quería tener ningún título, quería simplemente ser una más del pueblo como cuando nació, pero desde que el rey declaró vizconde a su padre todo cambió para ella.
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Editado: 02.05.2021