Bailemos en la oscuridad

10

Alexander

Eli se fue. Quería ir tras ella, pero no deseaba imponerme. Ashley volvió a recordarme que a partir del siguiente día ya no estaría para ella. La mujer con la que me casaría aseguraba que Eli lo entendía y se cuestionaba por qué yo no.

Me quedé junto a Ashley cerca de treinta minutos, aunque cuando no lo soporté más utilicé la excusa de que los novios no debían verse durante las veinticuatro horas anteriores a la boda.

Subí a mi automóvil y recorrí la regional diecinueve de ida y vuelta. Eran menos de cinco kilómetros, pero estaba tan distraído que los giros en U los hice en automático. La carretera estaba tranquila y los árboles en el borde de las aceras me ofrecían la serenidad que tanto anhelaba. Mi interior era un cúmulo de emociones confusas. Me preguntaba cómo le pediría a mi hermana que cediera su lugar en la boda.

Sabía que Ashley tenía razón, que cuando le pedí que Isa fuera parte del cortejo nupcial no pensé en que las personas que la observarían, la juzgarían. Tuve que recordarme que nuestros invitados eran más de quinientos y que a la mayoría de ellos ni siquiera yo los conocía. No podía exponerla de esa forma… Era un terrible hermano.

El teléfono sonó con una notificación: Eli ya estaba en casa. Solo entonces giré a la derecha para dirigirme hacia el área residencial Vanier donde se encontraba el piso de mamá e Isa. Esa zona era mucho más modesta y las carreteras estaban en pésimas condiciones. Me detuve en un bungalow blanco con techo a cuatro aguas, apagué el motor y descansé la cabeza sobre el volante. No sabía cuánto tiempo había pasado así, pero no levanté la cabeza hasta que escuché que alguien golpeaba la ventanilla. Tomé una bocanada de aire y me obligué a salir.

Mamá metió las manos dentro de los bolsillos de su viejo abrigo. Sin maquillaje, las ojeras bajo su mirada café se veían prominentes.

—Sabía que vendrías.

Asentí mientras tragaba el sabor amargo de mi boca.

—Debiste responder a mis llamadas.

Ella me observó por encima del hombro como alguien que pensaba tener la verdad en sus manos. Ya sabía lo que me diría porque era la misma discusión de siempre. Jamás cambiaría de opinión, pues su mente estaba cerrada y no podríamos ser más diferentes. Si mis rasgos no fueran tan idénticos a los de mi padre y no supiera que fueron novios desde la secundaria, me preguntaría si era adoptado —aunque alguna vez lo hice—.

—Tu hermana no es tu responsabilidad. —Me llevé las manos a las caderas y tiré la cabeza atrás un segundo. En otro momento el cielo estrellado me hubiera parecido hermoso, si bien era algo imposible cuando estaba junto a la mujer que me dio la vida—. Tu esposa no tiene por qué ser su amiga.

Su intención siempre fue que me olvidara de ellas, que yo debía hacer mi vida y dejar a mi hermana en la cama, que así ella era feliz. Ese era su mantra.

—Isa es mi hermana, pero también mi amiga, mamá. Y para mí sí es importante que la mujer que yo ame le ofrezca respeto, que la trate con dignidad.

El rictus en su rostro demostró lo que era evidente: detestaba mis palabras y mi osadía de decirlas en voz alta.

—Es Cecilia quien habla a través de ti. Esa mujer tiene demasiada influencia sobre ti.

Sonreí con cierto sarcasmo. Mi madre tenía una forma muy extraña de valorarme. Era demasiado bueno para ser el compañero de patinaje de Eli, pues ella me detenía. Sin embargo, mis opiniones y posturas le parecían las de un pelele.

—No, mamá. Este soy yo exponiéndote lo que creo y lo que siento. —Una lágrima salpicó mi mejilla—. Mi hermana y mejor amiga quedaron excluidas de mi propia boda. Dos de las mujeres más importantes para mí no estarán en el día que se supone que debe ser el más especial de mi vida.

Desvió la mirada y se reacomodó en el abrigo.

—Tienes que aceptar…

Me mantuve firme a pesar de que ella me evadía.

—No, no tengo que hacerlo, mamá. Tu rabia contra Eli es porque ella obliga al mundo a darle su espacio. Cada gramo de independencia que ha obtenido ha sido con lágrimas y sangre.

Mamá palideció, aunque logró recuperarse con rapidez. Levantó la cabeza desafiante y enderezó los hombros.

—A cambio de la tuya.

Volví a reír sin humor. Otra vez constataba que ella jamás cambiaría.

—Tú nunca vas a comprenderlo, mamá. Pero no por eso te amo menos.

Entré a la casa y caminé hasta la habitación que mamá compartía con mi hermana. Me senté en una esquina de la cama y le acaricié el cabello castaño y suave a Isa. Ella me dedicó esa sonrisa hermosa que tenía mientras mantenía los diminutos puñitos cerrados por la espasticidad en sus músculos.

—¡Ale!

Me impulsé en la cama para tomarla entre mis brazos. Volví a sentarme con ella en mi regazo. Con el brazo le rodeé la espalda para mantenerla pegada a mí, pues era incapaz de sostener su torso; era muy larga, ya le faltaban pocos centímetros para alcanzar el metro sesenta de mamá. Sus piernas y brazos eran muy flaquitos, pues no tenía masa muscular.

—Hola, nena linda.

La sujeté durante un largo tiempo, asegurándome de mantener mi agarre delicado para no lastimarla. Observé cómo jugaba con su tableta especial. Me obligué a hablarle, no quería tener secretos con ella.




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