Cecilia
Levanté los ojos arriba, lo cual fue un error porque los focos del lugar me lastimaron. Era una gran ironía ser ciega y que la iluminación del lugar representara un problema.
—Jovencito, ¿alguna vez has usado patines?
La voz del entrenador sonó amortiguada, por lo que creí que seguía ignorándome. Al parecer, al perder la visión adquirí el poder de la invisibilidad.
—No. —Por otro lado, la voz de Alex era fuerte y clara, giré la cabeza a la derecha porque, por algún motivo, tenía la certeza de que él me hablaba a mí—. ¿Es muy difícil?
Antes de poder responder escuché un gruñido conocido: el entrenador había perdido la paciencia. En cierta forma podía comprenderlo, ¿cómo diablos me enseñaría las rutinas si yo no podía ver lo que hacía? Era más fácil entender cómo hacer un movimiento si lo veías.
—Mi respuesta es no.
El entrenador se fue. De algún modo, fui capaz de diferenciar el deslizar de sus patines en la pista del de los demás. Mamá estaba devastada, no necesitaba escuchar su voz para saberlo. Estaba segura de que ella creía que, si lograba dominar el patinaje a ciegas, nadie se enteraría de mi discapacidad, o al menos fingirían que no existía… Solo era un fracaso.
El aire frente a mí se volvió frío. Por primera vez en veinticuatro horas, mamá necesitó estar sola. Tenía la certeza de que así sería mi vida a partir de ese momento, el mundo y aparte, Cecilia. Aunque alguien impedía que fuera así. Arrugué la nariz y volteé a la derecha una vez más.
—¿Por qué estás tan callada? ¿Acaso perdiste la voz?
Sí, por algún loco y desconocido motivo, Alexander Price seguía parado junto a mí. Y me trataba con normalidad. ¡Y yo solo quería que se largara ya!
—No, solo la visión.
A Alex fue el único al que se lo confesé. Creo que quería espantarlo. Pero esa tibieza que comenzaba a ser familiar no se extinguió. No hubo exhalaciones ruidosas, sollozos o maldiciones. Si lo sorprendí, él no lo demostró.
—Pero tu voz sigue intacta —dijo con su tono natural.
Me crucé de brazos y me obligué a permanecer impasible. Moría por reír, y tal vez esa era su intención, pero no se lo haría tan fácil.
—Lo cual te acabo de demostrar.
Alguien pasó junto a nosotros y fue la forma en la que comprendí que Alex no estaba dentro de la pista, tal vez ni siquiera llevaba patines.
—Entonces ¿quieres que sea tu guía?
—No necesito un guía.
Por un instante solo escuchaba el murmullo de las demás personas y el golpeteo de los patines en el hielo, pero esa calidez seguía ahí. Sonreí porque él debía estar barajando sus opciones en sus pensamientos. Tal vez se preguntaba si ya era muy tarde para escapar.
—¿Y qué es lo que necesitas?
Sabía que él estaba allí, junto a mí, pero era una experiencia extracorpórea; sentía que no era yo la que vivía lo que sucedía. Además, ¿qué hacía la estrella del baloncesto en mi pista? Quizás estaba en una cita con alguna de las chicas de la escuela y solo se acercó a mí por compromiso, aunque después de tantos años seguía con la incógnita, pues él nunca lo aclaró. Lo peor era que deseaba que se fuera porque lo único que quería era devolver. Desde el día anterior, mi estómago tenía una revoltura denigrante y los olores fuertes la exacerbaban. Y al parecer, Alex había comido unas papas con crema y cebolla.
Era en lo único que podía pensar: él tuvo un gesto hermoso conmigo y yo hacía hasta lo imposible por no arruinarle los tenis.
Estaba perdida por él mucho antes de lo del experimento, y en ese instante, ahí parado junto a mí, estaba hablándome como un ser humano… En ese instante sentí que me había enamorado de él.
—Un compañero de baile. —Eso era lo que necesitaba.
Me tomó de la mano y tuve que obligarme a permanecer serena. No podía ahuyentarlo, pues era consciente de que él era mi única oportunidad. Me levantó el brazo con delicadeza para llevarlo por encima de mi cabeza y giré con los ojos humedecidos y una sonrisa enorme en mis labios. Sin saberlo, Alexander Price me salvó ese día.
Por eso, cuando unos meses después me pidió besarnos para así no parecer un imbécil cuando intentara hacerlo con Madeline Edwards, acepté. Era muy consciente de que mis posibilidades de besarme con otro chico eran nulas porque ¿qué otro chico iba a querer hacerlo? Si ya de por sí en la escuela todos me odiaban por haberles robado a su estrella.
Además, ese día estaba muy orgullosa de él: Alex era un canadiense que nunca se había subido a unos patines, ni siquiera tenía un jugador de hockey favorito. Sabía que las competencias quedarían en pausa un par de años, pero ese día él no se cayó.
Cuando la práctica terminó, extendí los brazos y él dio un paso hacia mí, por lo que fue muy fácil abrazarlo en tanto daba saltitos de un pie al otro. Salimos tomados de la mano de la pista y nos sentamos en la banca a desatarnos los patines.
—Eres magnífico.
—Eso ya lo sabía.
Reí, siempre tonteábamos así. Su ego siempre estaba en la estratósfera y a mí me hacía mucha gracia. Estaba segura de que esa característica era la que nos daba cierta normalidad.
Editado: 20.04.2023