Cecilia
Sabía que Alex no me perdonaba no haber ido juntos a las Olimpiadas de invierno en 2018. Le fallé y lo desilusioné. No obstante, ese era mi sueño: llegar y demostrarle que ser mi compañero de baile fue la mejor decisión de su vida.
Él no sabía lo que había sucedido cuando acabábamos de ganar las nacionales y la adrenalina todavía corría por nuestras venas, pues después de tantos años, lo habíamos logrado. Pero una noche, mientras nos preparábamos para el World Juniors la señora Price me acorraló en el vestidor.
—¿De verdad crees que te van a dejar participar en las Olimpiadas, Cecilia? Eres ciega, te descalificarán de inmediato. Y mi hijo no va a entrar a los paralímpicos, él es normal. —Sus palabras estaban teñidas de ese tono monótono que siempre utilizaba conmigo. Me mantuve con mi postura perfecta y escuché sus razones sin replicar—. Mi hijo comete un error al permanecer contigo.
Cuando se fue, palpé hasta encontrar la banca con las manos temblorosas y me senté, pues mis piernas eran incapaces de sostenerme. En la única lágrima que se deslizó por mi mejilla, lograron escapar mis ilusiones y el orgullo del reciente triunfo. Fue un baño de realidad y le estaba agradecida. Era momento de aceptar mis limitaciones y no arrastrar a Alex en ellas. Él tenía una verdadera oportunidad de llegar a la competencia más importante junto a Madeline y yo era un peso muerto.
Cuando salí del vestidor, me encontré con Alex y el entrenador, les dije que no me sentía bien del estómago, así que ellos decidieron descansar por ese día.
—Eli, ¿estás segura de que te sientes bien?
La mano derecha de Alex estaba entrelazada con la mía y con la izquierda rozaba mi rostro con ese vaivén tan familiar de sus dedos, una caricia tan etérea que parecía irreal, pero que me acompañaba siempre durante días.
—Sí, solo es mi estómago.
—Esta vez no comí papas con cebolla, lo prometo. —Asentí con un intento de sonrisa porque sabía que él deseaba hacerme reír. En un instante, el calor que emanaba su cuerpo se volvió más intenso y deduje que él se había acercado más, lo que comprobé cuando dejó un beso suave en la comisura de mis labios—. Pareces diferente.
Su aliento entibió mis mejillas y me estremecí. Cualquier acercamiento por su parte era bienvenido. Si fuera él quien me pidiera dejar de patinar y ser compañeros, lo haría sin dudar.
Sujetó mi mentón para levantarlo. Estaba segura de que su mirada estaba fija en la mía, quería comprenderme.
—Mañana volveré a ser la misma.
Hubo cierta reticencia de su parte, pues su cuerpo onduló y perdió el equilibrio por un segundo, como si hubiera cambiado el peso de un pie al otro. De su garganta escapó ese ruidito de inconformidad que tan bien conocía y del cual él no se percataba.
Volví a sonreír y por fin, minutos después, me quedé sola. Con las manos extendidas y palpando sobre el aire para no tropezar con nada, conseguí llegar al vestidor una vez más. Me calcé los patines y con mi inestable balance y mis manos como mis ojos llegué a la pista.
Me caí y tropecé con las paredes en infinidad de ocasiones, pero conseguí aprendérmela de memoria sin que nadie estuviera junto a mí. Y descubrí que eso era suficiente para mí. Mi libertad estaba en esos sesenta metros por treinta sobre el hielo; no necesitaba una medalla olímpica colgada del cuello.
Gracias a la señora Price, reenfoqué mis sueños y ambiciones. Me convertiría en la dueña de esa pista en particular porque, al cerrar, podría amarrarme los patines para bailar, girar y deslizarme sin temor a caerme o a tropezar, pues conocía cada centímetro del solitario lugar.
Esa era la decisión correcta. Lo malo sería comunicársela a Alex, porque él no la entendería. Sin embargo, mi oportunidad llegó solo unos meses después, cuando sobre escuché una conversación de los jugadores de hockey:
—Le pedí una cita a Madeline Edwards y aceptó.
—¿Y tú cuándo viste a Madeline Edwards?
Los compañeros comenzaron a burlarse de él y fue cuando el mundo dejó de existir bajo mis pies.
—Viene todos los días desde hace un par de semanas. Patina junto a ese que hace piruetas sobre el hielo, el que baila con la cieguita.
Hice el amor con Alex, aunque era consciente de que él no me amaba. Con probabilidad, en esa loca cabeza suya quería saber lo que tenía que hacer para parecer un experto cuando lo intentara con Madeline, si bien yo no le aporté ningún conocimiento, pues también era mi primera vez.
Nos presentamos ante el entrenador tomados de la mano, algo habitual entre nosotros. Recuerdo que giré el rostro a la derecha y fruncí el ceño, pues de un momento a otro Alex me cubrió como si me encontrara en peligro.
—Ustedes son basura.
Coloqué la mano en la espalda de Alex, pues había sentido cómo tensaba sus músculos. Mientras su mano aferraba la mía hasta lastimarme. No entendía qué ocurría, mas con lo protector que era Alex, debía mantenerme serena y evitar un enfrentamiento.
—¿Qué sucede, entrenador? Eli y yo no merecemos que nos hable así.
—¡Este no es lugar para un amorío! Aquí se viene a trabajar, ¿saben a cuántos he rechazado por entrenarlos a ustedes?
Editado: 20.04.2023