La sensación de irrealidad aún envolvía a Lía mientras se sentaba en el suelo del taller, con sus ojos fijos en el cuadro. Lo que acababa de experimentar parecía sacado de un sueño. El diario seguía abierto sobre la mesa, y su mirada iba y venía entre las palabras escritas en sus páginas y la misteriosa figura del lienzo.
Había algo en esa mujer pintada que no dejaba de inquietarla. No era solo la intensidad de los ojos o la maestría con la que el artista había capturado su esencia. Había un magnetismo, una fuerza palpable que parecía trascender la pintura.
Decidió regresar al diario, buscando entender lo que había sucedido. Sus dedos pasaron las páginas con rapidez hasta detenerse en una entrada que contenía lo que parecían ser frases en latín. Algunas palabras le resultaban familiares por sus años trabajando con piezas antiguas: apertura, vinculum, liberatio. "Liberación" se repetía varias veces, lo que despertó su curiosidad.
Lía murmuró en voz baja, tratando de descifrar la pronunciación:
—"Per vinculum aeternum et lumen noctis, aperiatur porta inter mundos..."
La frase parecía incompleta, y su traducción aproximada, algo así como "Por el vínculo eterno y la luz de la noche, ábrase la puerta entre los mundos". Las palabras resonaron en su mente como una advertencia.
De repente, un cambio en el ambiente la hizo detenerse. Una brisa helada recorrió el taller, aunque las ventanas estaban cerradas. Las luces titilaban, y una sombra parecía danzar en el reflejo del cristal del cuadro.
—¿Qué demonios...? —retrocedió con el diario aún en su mano.
El aire comenzó a vibrar con una energía extraña, pesada, como si algo invisible intentara abrirse paso desde otro lugar. El cuadro, que hasta ese momento había permanecido estático, comenzó a emitir un leve resplandor dorado. El corazón le latía con fuerza mientras miraba el lienzo. Era como si estuviera vivo.
De pronto, una grieta invisible pareció abrirse frente al cuadro, como si el aire mismo se desgarrara. Un vórtice comenzó a formarse, girando lentamente en el centro de la habitación. Los papeles de la mesa volaron, el diario cayó al suelo, y la chica se cubrió la cara con las manos, incapaz de comprender qué estaba ocurriendo.
Y entonces, lo vio.
Primero era una silueta oscura, apenas perceptible entre el remolino de luz y sombras. Luego, con un destello final, un hombre cayó al suelo, jadeando como si acabara de emerger de las profundidades del océano.
Lía se quedó inmóvil, el miedo y la incredulidad luchaban por dominarla. El hombre, que parecía en sus treinta y tantos, tenía el cabello negro azabache que caía en mechones desordenados sobre su rostro. Sus ropas estaban hechas de un material extraño, parecido al cuero, pero con un brillo metálico. Sus ojos, de un tono gris plateado, brillaban con una intensidad que la dejó sin aliento.
Él levantó la cabeza con lentitud para encontrarse con la mirada de la restauradora.
—¿Dónde estoy? —preguntó, con su voz profunda y rasposa, como si no hubiera hablado en siglos.
Lía no respondió. No podía. Las palabras se habían atascado en su garganta.
El hombre se puso de pie con dificultad mientras se tambaleaba ligeramente. Miró a su alrededor con una mezcla de confusión y alerta, como si esperara que algo o alguien lo atacara en cualquier momento.
—¿Quién eres? —preguntó ella en apenas un susurro.
Él la observó durante unos segundos, como si tratara de decidir si era una amenaza. Luego, respondió:
—Mi nombre es Eidan.
Ella parpadeó, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo…? ¿Cómo llegaste aquí?
El chico frunció el ceño, como si la pregunta lo desconcertara. Miró el cuadro, luego al diario en el suelo, y finalmente a ella.
—Fuiste tú —dijo, acusador pero sin hostilidad.
—¿Qué? Yo no hice nada.
—Pronunciaste las palabras. Me liberaste.
La joven negó con la cabeza, dando un paso atrás para alejarse un poco y respondió:
—Eso es imposible. Solo estaba leyendo.
—No solo estabas leyendo —la interrumpió, con su voz adquiriendo un tono más grave—. Las palabras que dijiste eran un conjuro, una llave. He estado atrapado durante más de dos siglos, y tú acabas de romper el sello.
El mundo de la muchacha parecía girar fuera de control. ¿Un sello? ¿Más de dos siglos? Nada de lo que decía él tenía sentido, pero tampoco podía ignorar lo que acababa de presenciar.
—¿Qué eres? —preguntó, con un hilo de voz.
Eidan suspiró y desvió la mirada, como si la pregunta le pesara.
—Soy un guardián, o al menos lo era. Mi tarea era mantener a salvo algo que jamás debía salir de su prisión. Pero fui traicionado y, como castigo, me encerraron en ese plano interdimensional, atrapado entre el tiempo y el espacio.
Ella dio un paso más hacia atrás, chocando con la mesa detrás de ella.
—Esto es una locura —murmuró.
Él dio un paso hacia la chica sin apartar su mirada intensa.