Zac Ross era el centro de todas las miradas en Roosevelt, y cuando salía de ahí tampoco pasaba desapercibido. Durante su etapa de adolescente había logrado conducir a su equipo al campeonato estatal y, como no, él fue esencial para que el trofeo estuviera ahora expuesto en una vitrina en el pasillo del instituto, junto a una foto de él en su máximo esplendor como jugador estrella levantando la copa. Fue nombrado el mejor running back del año tres veces consecutivas, y cada semana era portada del periódico local. Pequeños méritos que le llevaron a ser el centro de atención de los ojeadores de las mejores universidades del país, pero el inigualable Zac Ross decidió luchar por sus sueños desde la comodidad de su hogar, y aceptó la oferta de los Washington Huskies. Él era el tipo de chico que toda adolescente, o mujer, quisiera tener entre sus piernas. Y que, muy probablemente, las chicas guapas de la universidad ya habían tenido el placer de disfrutarlo. Insoportablemente atractivo, e imposible de conquistar.
Después del reencuentro con Tyra, nuestro chico perfecto salió por la puerta que conducía al aparcamiento donde una camioneta Ford F-100 del 79, con la pintura negra un poco desgastada, lo esperaba. Howard Street tamborileaba el volante con los dedos mientras su mente lo situaba en algún lugar desconocido alejado del instituto, alejado de cualquier rincón de Roosevelt. Aquella mañana supuso todo un reto para nuestros chicos, y estaban realmente asustados por el cambio que estaba a punto de producirse en sus vidas como camellos de barrio. Pero, ¿quién es Howard Street? Bien, pues él es el perfecto desconocido que todo el mundo quiere conocer, y que nadie ha logrado alcanzar.
Al contrario de Zac, Howard tenía muy pocas ambiciones en la vida, por no decir ninguna. Toda su adolescencia se la había pasado luchando contra una fuerza mayor, sus padres. Y cuando pudo salir corriendo no desaprovechó ni la más mínima oportunidad. Terminó el instituto con unas calificaciones excelentes, pero tiró por la borda la vida universitaria por salvar a su hermana de la mierda en la que se había hundido. Ahora era él quien luchaba por salir de ella. ¿Qué cómo habían terminado metidos en el mundo de la droga? El dinero es siempre la respuesta a todo, y cuando lo pones al alcance de un adolescente en apuros la respuesta es increíblemente reveladora. Hacen cualquier cosa por ser alguien, pero en el caso de Street; hizo cualquier cosa por mantener a su única familia a salvo.
—No hay nada de qué preocuparse —dijo Zac una vez había cerrado la puerta del coche y se había acomodado en el asiento del copiloto—. La chica no dirá nada.
— ¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Howard una vez encendió el motor para ponerse en marcha.
—Estuvo enamorada de mí cuando era una cría —confesó orgulloso.
—Eso me importa una mierda, Ross.
—Me he encargado de revivir esa chispa —explicó—. Puedes estar tranquilo, tu círculo sigue siendo igual de inexistente.
Howard elegía a sus clientes, era la única forma que él consideraba segura para poder vender las pastillas sin tener que enfrentarse a la policía. El círculo del que Zac hablaba era bastante estrecho, preferiblemente formado por personas a las que Howard podía dominar, asegurándose de que eran tan fiables como la mercancía que él vendía. Nunca descartó la opción de expandirse y asociarse con la gente para la que ya había trabajo, pero nunca llegó a reunir el valor suficiente para hacerlo. Solo quería ganarse un dinero extra que le permitiera pagar las facturas, no empezar un negocio que le conduciría a prisión si abusaba de sus habilidades en el mundo clandestino.
— ¿Cuánto tiempo tenemos hasta que llegue? —preguntó Zac después de un par de minutos en silencio.
—No lo sé, cinco o diez minutos, tal vez.
Howard miraba una y otra vez los retrovisores, nervioso, y sus manos mantenían un fuerte agarre sobre el volante, tanto que las venas podían notarse aún debajo de toda aquella tinta que bañaba ambos dorsos. Durante el camino a la cafetería, donde habían acordado encontrarse con aquel tipo, no se escuchó ni una sola palabra, ni siquiera una respiración profunda para calmar los nervios, absolutamente nada. Iban derechitos a una reunión de la que sabían perfectamente que no sacarían ningún provecho, sino que ese sería precisamente su trabajo; dar ese beneficio a la gente para la que una vez Howard trabajó como transportista. Pero sus opciones eran escasas, de hecho, jugarse la vida y la libertad cada vez que salía de casa era la única de la que podía echar mano para mantener su promesa de que cuidaría de los suyos.