Connor había logrado persuadirlo para presenciar aquel día los combates del torneo de espadas. Vyler accedió, solo como un medio para desocupar su mente del asunto de Valysar, que en última instancia ocupaba la mayor parte de sus pensamientos.
— ¿No os interesaría una insignificante apuesta? — le hubo preguntado el joven con gesto taimado, nada más se anunció el combate entre dos contendientes que respondían a los nombres de Atenea y el Ariete.
— ¿De qué se trata? — quiso saber, bastante intrigado. Mientras el dinero o una penitencia indecente no estuviera de por medio, se complacía de cualquier apuesta que a sus ojos fuera atractiva.
Sobre un palco de honor techado y resguardado, ser Vyler Maine escuchó la propuesta. Creía jamás haber oído hablar de los combatientes, así que dudó en un primer instante. Cuando los vio salir del Túnel de las Dos Caras, se preguntó si se trataba de alguna clase de truco. Su hijo nunca apostaba sin una certeza de victoria, pero allí estaba Connor, a su lado, observando detenidamente su reacción, que fue el mismo ademán de consternación que mostró casi todo el público.
En resumidas cuentas, se dejó llevar por las impresiones, y aceptó por la sola diversión de hacerlo. Un apretón de manos selló la apuesta, y unos minutos después la perdió. Contra todo pronóstico, Atenea Pryce había ganado. Al advertir semejante despliegue de habilidad, coraje y determinación, ninguna otra derrota le supo nunca tan bien.
— Ya lo sabias — insinuó con un bufido hilarante. — ¿No es así?
Connor se limitó a sonreírle, cerrando sus ojos y regocijándose en silencio, mientras se llevaba un trozo de comida a la boca.
Vyler se le quedó viendo de manera complaciente, a pesar de la sucia jugarreta.
El joven era casi uno de los suyos, lo quería como a un hijo, aunque Connor habituara dirigirse a él más como un caballero que como su padre. Después de tantos años, sabía que no había forma de que aquello cambiase. Connor era valiente, honorable (cuando le convenía), pudiera ser que incluso más instruido en letras que ser Vyler, esgrimía la espada casi tan bien como Valysar, pero era aún mejor con los cuchillos e insuperable con el arco. Un plebeyo instruido por nobles, con el corazón de un aventurero, la mente de un Intelectual y habilidades más allá de la caballería.
Después de que finalizara el caos del enfrentamiento de Atenea, ingresó a la arena la persona que menos esperaba Vyler que se prestara para combatir. No resistió el agravio que le produjo el ridículo espectáculo que hubo precedido al veloz triunfo de su hermano, y se marchó del coliseo a falta de los últimos combates del día.
Entre las pocas que salían y las incontables personas que intentaban entrar, abarrotaban las puertas del recinto. Tuvo que luchar para abrirse paso en medio de la agitada muchedumbre. En la calle, donde la gente se encontraba más serena, cierto grupo de un centenar de personas se aglomeraba al costado del camino. Anduvo junto a Connor, entre la multitud en busca de los establos.
— Él es irremediable. — dijo al final.
— No sabía que vuestro hermano iba a estar allí. — agregó Connor, cuando descubrió que Vyler tenía el ceño fruncido bastante pronunciado. Aquella expresión era tan impropia de él mismo, lo sabía.
«Optó por atender sus responsabilidades más enraizadas a la corona», recordó terriblemente disgustado. Se rascó la barba corta y gris, sopesando cuantas más canas le haría sacar su hermano esta vez.
— Para ser franco — expresó en su lugar. —, no dudé ni por un segundo que las responsabilidades a las que se refería lord Stanford eran las de guardar las vidas de la Familia Real — La consternación se había apoderado de su tono de voz severo y mordaz. —. Pero, esto sobrepasa cualquier acto irresponsable que haya cometido en el pasado. Konash… — Se llevó una mano al rostro en gesto de desasosiego. —. Ocuparse de su sagrado compromiso con la Corona es un asunto indiscutible; otro muy distinto es permitir que Valysar, sobrino y escudero, vaya a la guerra, sin estar todavía preparado, para que él simplemente pueda participar en un condenado torneo.
Connor no dijo nada. Como de costumbre, cavilaba mucho más de lo que se aminaba a expresar.
La teatral e innecesaria entrada de su hermano a la arena había echado por tierra todo su buen humor y tranquilidad; la gota que colmó la copa demasiado profunda que era su paciencia. Ser Konash se había ganado el rotundo clamor de los aficionados, ataviado con su armadura platinada al trote de su hermosísimo semental níveo. El combate contra un esbelto y desafortunado caballero errante duró poco menos que un santiamén. Sin embargo, su respectivo inicio se había prolongado durante mucho más tiempo. Ser Konash el Apuesto, rondó por toda la liza recibiendo rosas y elogios, mientras desplegaba su habitual derroche de galantería hacia las doncellas y damas de la grada. Y posteriormente, concluyó todo el espectáculo exhibiendo sus habilidades para la equitación, riendo y deshaciéndose en las alabanzas, con gesto presuntuoso. Todo esto, mientras su escudero iba solo hacia el campo de batalla.
Cuando hubieron llegado a los establos externos del coliseo, el mozo de cuadras, un joven patizambo no mayor a Connor, le tendió al caballero las riendas de su regia montura color crema.