Capítulo I. Ojos oceánicos
Hace tiempo viví en Barcelona, con la esperanza de conseguir una beca en fotografía, tristemente no lo hice, pero si tuve lo que muchos llaman, un romance de verano, aunque yo lo recuerdo más como un amor adolescente. Había llegado a Barcelona a casa de Leah, una chica que conocí por internet y que me había ofrecido un techo durante las pruebas a la universidad, estuve trabajando en una cafetería y paseando perros, aún recuerdo a esos pequeños juguetones que me metieron en muchos aprietos durante sus paseos. Al que mayor recuerdo es al travieso Samie, aquél que siempre me llevaba a correr por todo el parque hasta que ya no podía más, el que me hizo deber mucho dinero al dueño de un coche y sobre todo, el que me llevó a conocer el amor cuando más ahogada estaba en problemas.
¿Quien hubiera dicho que una tarde común paseando a un gran danés me hubiera enredado con un chico? ¿Quién pensaría que me enamoraría de aquel chico al grado de no poder olvidarlo?
Recuerdo la tarde que lo conocí, me recogí el pelo en una coleta que apenas pude hacerme en diez segundos antes de que Samie se echara a correr tras una paloma y me llevara arrastrando como si yo fuera algo que le estorbaba para seguir su camino tras aquella paloma, corrí lo que me pareció kilómetros hasta que me estampe con él, estaba en una sesión de fotos con sus amigos y fue el momento más vergonzoso de mi vida, solo ahí Samie se detuvo, sus amigos se reían y yo me puse tan sonrojada que no pude decir más nada que lo siento como diez veces seguidas, él se dio la vuelta y me miró con aquellos hermosos ojos azul zafiro que tenía, me sonrió y luego comenzó a decirme que no había ningún problema, pero Samie no lo dejo terminar y me jaló de nuevo hasta chocar con él y casi tirarnos a los dos al suelo, en ese instante el grandulón nos enredó con la correa mientras correteaba algo en círculos, el flash de una foto me hizo avergonzarme más pero a él parecía divertirle todo aquél show que le provoqué.
Luego de que nos separarán y lograrán tranquilizar al gran danés que paseaba, intenté disculparme de nuevo por interrumpir su sesión de fotos y él no me lo permitió. En el momento que me preguntó mi nombre a Samie se le ocurrió salir corriendo y jalarme con él, en ese momento decidí que no volvería a pasear perros que pesen más que yo. Al llegar a casa sudando y con el cabello hecho un caos, Leah me preguntó cómo había ido mi día, le conté todo hasta que llegó el momento de decirle sobre aquel chico de hermosos ojos azules. Me había tumbado en la cama de Leah y ella hacía sus deberes sobre el pequeño escritorio barra tocador barra mesita de noche, teníamos todo ahí tumbado, libros, maquillaje y cremas, cuadernos de la escuela y mis cuadernos de fotografía, la laptop compartida y unas cuantas cosas más.
—Es tan hermoso —me tiré dramáticamente en la cama con los brazos extendidos, Leah se rió en voz baja—. Sus ojos son como ver el cielo al amanecer.
—¿Cómo el mar?
—Como ver el mar al ponerse el sol.
Estaba teniendo ese momento donde te enamoras de alguien a primera vista y no puedes hacer más que esperar a que se te olvide haberlo visto, cuando te enamoras de alguien en la calle o en el bus y sabes que no lo volverás a ver en tu vida, pero aún así caes enamorada como si se tratase del amor de tu vida. Levanté la cabeza para ver a mi amiga, ella y yo éramos tan distintas la una de la otra, ella es rubia natural, ojos verdes y piel muy blanca, es alta y delgada, tiene una nariz de muñequita y grandes ojos; yo por el contrario soy de piel apiñonada, cabello negro y lacio, no soy alta pero tampoco llego a estar tan pequeña de estatura, soy un poco más voluminosa que Leah y sobre todo mis ojos son castaños. Si tuviéramos que poner etiqueta a cada una, ella es la súper modelo ángel de Victoria's Secret y yo soy la chica que desearía ser más alta y con dos tallas menos.
—¿Crees que lo vuelva a ver algún día?
Leah se detuvo en lo que sea que anotaba en la laptop y se giró sobre la vieja silla haciendo que está rechine cuando se mueve para verme, sus enormes ojos verdes me miraron y sonrieron sin mostrar los dientes, ahí había otra diferencia, ella tenía dientes perfectos porque de pequeña había usado frenillos, yo no tenía los dientes chuecos ni nada, los de arriba los tengo rectos al natural y los de abajo, bueno, esos son otro caso. Pero los dientes de él, ¡Dios! eran tan perfectos, como perlas blancas que cuando me sonrieron me derretí.
—Siempre existe la posibilidad —Leah se puso de pie y caminó hacia la cama, que no era mucha distancia, y al llegar se sentó junto a mí, me acomodó el pelo y volvió a sonreír—. Es solo un chico, Ale, hay muchos más aquí, allá y del otro lado del mundo.
—Conozco a muchos del otro lado del mundo y no son la gran cosa —dije mirándola con una mueca que la hizo reír.
—Pues a mí me encantan los latinos —confesó Leah con su notorio acento, acento para mí porque todos decían que yo tengo un acento hermoso y ni lo noto— en especial los brasileños.
Leah suspiró mirando al techo como si recordara algo (o alguien) muy hermoso, miré el techo igual que ella y solo me cegué unos segundos por el foco y vi las cientos de estrellas pegadas en el blanco techo, me gustaba aquello, por las noches brillaban y era como dormir al aire libre. Con un poco de dificultad me senté en la orilla de la cama recargándome en mis brazos por detrás de mí espalda, algunas puntas de mi cabello rozaron mis manos y me hicieron cosquillas que no hice caso.
—Los brasileños son hermosos.
—¡Ya está! —su repentino cambio de humor me hizo sobresaltar y me reí por lo bajo, desde que la conocí por internet me dijo que ama a los brasileños, que algún día se casará con uno y tendrá hermosos hijos mestizos— ¡Lo confesaste! No todos los latinos son tan malos ¿ves?