LUCAS
Félix Solís era un chico desagradable.
Que lo diga yo es un tanto irónico, pues no me caracterizaba por mi personalidad, precisamente. Para ser justos, no había nada que me definiera.
Yo era como una mancha a la que prestas atención solo por casualidad, cuando no hay otro punto en el cuál centrar tu atención; una mancha azul, de un azul poco llamativo. Hasta los profesores olvidaban a veces que yo estaba allí.
Me gustaba. O eso me decía a mí mismo. Me lo repetí tantas veces, que acabé por creérmelo.
Yo era ese tipo de persona que se sentía cómodo en esos espacios de seguridad inalterables, donde todo transcurre sin sobresaltos. Como una sólida montaña cubierta de nieve. Podría decirse, más bien, que era un cobarde que odiaba los cambios y al que le daba algo de pánico ser el centro de atención. Esa sería una descripción más acertada.
—Félix, desde ahora te sientas allá.
—¿Allá donde?
La profesora parecía hastiada.
—Ya sabes bien dónde. No hay otra silla libre.
—A lo mejor es que necesito comprarme lentes.
Su voz desagradable consiguió que despegara mi atención del libro que leía encima del de matemáticas. Al darme cuenta de lo que estaba sucediendo, me sentí algo sofocado. Observé de reojo la mesa vacía junto a mí y comprendí.
"No, no, no".
Igual no es tan malo ser una mancha.
Cuando Félix se sentó a mi lado, soltando con brusquedad su mochila junto a la silla, dejé escapar un lento e imperceptible suspiro de autocompasión y miseria. No quería que él lo escuchara, pero lo hizo.
—¿Por qué suspiras?
Su mirada era aguda, incómoda; el amarillo de sus ojos demasiado intenso para resultar bonito. Parecían los de un halcón acostumbrado a volar por encima de todos los demás. Sin embargo, no me dejé intimidar.
Inspiré hondo y lo miré tratando de parecer duro.
—¿Está prohibido hacerlo?
—Me molesta.
Sonreí sardónico.
—Como diga el Rey Sol.
Parpadeó, confuso.
—¿Qué? ¿Quién es el Rey Sol?
—Te lo dejo de tarea.
Lo vi encrespar un poco los dedos, como si reprimiera el impulso de agarrarme o azotarme contra algo. El estómago se me encogió.
"Estoy muerto".
Lo había visto en dos ocasiones golpeando a alumnos mayores que él. Tal vez me cayera mal, pero no deseaba terminar lesionado. El dolor físico era una de mis fobias, entre muchas otras.
Al final decidió ignorarme a mí y a la clase colocándose sus audífonos, que con frecuencia llevaría colgando alrededor del cuello. Intenté retomar la lectura del libro, pero no pude volver a concentrarme. No teniéndolo a él sentado junto a mí.
Realmente odiaba ser sacado de mi zona de confort.
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Vivía lejos del centro de Vivalri, cerca de las montañas que bordeaban la ciudad, que se recortaban como ilustraciones de postales contra el cielo plomizo.
Vivalri era una ciudad pequeña donde nevaba la mayor parte del año. De niño, me había acostumbrado a jugar con mi hermano en los bosques de pinos, a deslizarme en trineo por las lomas empinadas y patinar en la laguna congelada que estaba cerca de mi casa.
Era como vivir una eterna navidad. Pero para ser sincero, mi estación favorita era el otoño. Siempre me habían atraído los tonos cálidos, especialmente los amarillos. Había en esos colores una rara sensación de calma poética. A veces tenía la impresión de soñar en amarillo, algo que jamás le había revelado a nadie, ni siquiera a Leo, mi hermano mellizo. Pero él nunca se entrometía en mi burbuja de intimidad, ni yo en la suya. Teníamos una relación fraternal perfecta, pese a ser absolutamente distintos.
A él le gustaba ayudar a criaturas indefensas, como niños y animales, por lo que se había propuesto estudiar muy duro para ser veterinario. Sus notas eran excelentes, a diferencia de las mías, que siempre deambulaba entre el aceptable y el regular. Él me decía que tenía las facultades para llegar muy lejos, si pusiera un mínimo de esfuerzo en las cosas. Envidiaba que tuviera tan claro lo que quería para su vida.
Al lado de Leo, yo era una página en blanco.
—¿Y por qué esa cara? –me preguntó mientras masticaba ruidosamente unas papas fritas. Al mirarlas, recordé al antipático amarillo que ahora tendría que soportar sentado a mi lado durante las clases. Lo ignoré, cambiando los canales con parsimonia.
—Si estás enojado por algo, espero que sea por un rechazo amoroso o algo que valga la pena.
Se sentó saltando sobre el sofá, rebotando a mi lado. Me quitó el control remoto sin que yo opusiera mucha resistencia. Leo estaba usando su camiseta de Insomniac, su grupo de música favorito. Ambos podríamos ser la perfecta fotocopia del otro si no fuera por nuestras expresiones y su cabello, más largo que el mío. En esos momentos lo llevaba amarrado de forma desprolija. A nuestra madre no le hacía gracia.