[bl] Una vez en la vida.

VI.

VI.

Apoyo inesperado.

Cuando despertó, Joaquín todavía dormía a pierna suelta, se sorprendió a sí mismo sonriendo al notar un ligero ronroneo proveniente del muchacho universitario con el que compartía la habitación.

La última vez que había encontrado encantador algo proveniente de otra persona había sido con Robert; ese año todos esos detalles que por lo general le eran molestos o insignificantes, los había encontrado agradables y hasta seductores; los hoyuelos en sus mejillas al sonreír, aquel sonido extraño y gangoso que salía cuando reía a carcajadas por mucho tiempo; incluso los fuertes ronquidos de Robert le habían parecido adorables, a pesar de que no le dejaban dormir a gusto. Después, todo empezó a serle un fastidio, al menos en apariencia, porque muy dentro de él, todavía encontraba simpáticos algunos de esos detalles en Robert el verano anterior, y por supuesto que no iba admitirlo de manera abierta.

Y ahora, ahí estaba él, contemplando a un total desconocido dormir de forma plácida, y disfrutando de aquello como no había hecho en un tiempo. Quiso reflexionar sobre ello, pero el miedo le invadió de pronto al pensar en Rosie, y el obvio interés que su prima manifestaba sobre Joaquín.

Se levantó de la cama y fue directo al baño, un duchazo le ayudaría a despertarse, por si acaso todavía se sentía adormilado y toda su cavilación era debido a ello. Lo último que necesitaba era otro frentazo, y más uno que pudiera representar un conflicto con alguien de su familia.

Estaba decidido a convivir con Joaquín lo estrictamente necesario, evitaría involucrarse de más y, sobre todo, dejaría de observarlo con tanta atención o no podría evitar darse cuenta de detalles en su forma de ser que podrían parecerle “lindos” o “sexys”.

Salió del baño ya vestido y volvió a la habitación, Joaquín parecía absorto rebuscando en su maleta alguna cosa, y prefirió no preguntar; cuando caminó a través del pasillo se había dado cuenta que el característico aroma del desayuno de su abuela impregnaba la casa entera, tal como cuando era niño. Sí, dejaría su toalla sobre el perchero que tenían destinado a ello y saldría con rumbo a la cocina para desayunar con los demás.

—¿Podrías prestarme una toalla para poderme bañar? —le pidió Joaquín, justo cuando estaba por escabullirse del cuarto, obligándolo a volverse a mirarlo.

—Sí, claro —respondió de manera escueta, saliendo a toda prisa de la habitación, hasta el clóset de blancos que tenían en el corredor, lleno de toallas y las cómodas sábanas de algodón.

Rosie se acercó a él mientras tarareaba alguna de esas canciones de moda de las que era incapaz de aprenderse el título. Esperó a tenerla lo suficientemente cerca para dejar la toalla en sus manos, y ella lo miró desconcertada.

—¿Y eso? —preguntó confundida.

—Es una toalla para Joaquín, supongo que olvidó la suya, dásela por favor, yo voy a ayudar a la abuela en la cocina—le solicitó sin esperar la respuesta de la chica, quien se quedó mirándolo desaparecer en el pasillo.

Sí, estaba huyendo de sus pensamientos y a donde fuera que pudieran llevarlo. Prefería que Rosie creyera que era un raro sin remedio y grosero con su amigo, a que pudiera darse cuenta que estaba viendo a Joaquín con ojos similares a con los que miraba a Robert.

El movimiento en la cocina era más intenso de lo que esperaba; apenas entró en el lugar y su tía ya le había encomendado ir a comprar un par de hogazas de pan para el desayuno, y “por ahí” aprovechar para comprar jugo de naranja porque su hermana jamás desayunaba sin jugo.

El sol matutino en Boca Raton era inclemente desde muy temprano, más en verano. Además se le había ocurrido salirse sin la gorra con la que solía caminar en la calle, todo con tal de no volver a la habitación y tener que convivir a solas con Joaquín, al menos no hasta que tuviera apaciguada su mente.

Apresuró el paso de vuelta a casa; su madre ya le esperaba en el pórtico y nada más notar su presencia la vio sonreír aliviada.

—Te tardaste bastante —la escuchó reclamar—. Tu tía me dijo que sólo te pidió el pan…

—Anabel me pidió el jugo de naranja —explicó levantando el envase con el jugo. Su madre asintió en respuesta.

El bullicio en el comedor ya estaba más que instalado. Su padre charlaba con Joaquín como si se conocieran de años atrás, mientras Rosie escuchaba con atención dicha conversación. Anabel bromeaba con la abuela y su tía, mientras su tío Arthur parecía ensimismado leyendo el periódico del día.

—Aquí está el pan —anunció su madre entrando a la cocina para colocar las hogazas en un platón.

Decidió sentarse junto a su hermana y entregarle el jugo que había pedido. Enseguida Anabel le involucró en la charla con su abuela, que giraba en torno a las trastadas que solía jugarles Martin cuando eran niños sobre todo en Halloween.

—Cuando apagó las luces esa tarde en que estábamos viendo Saw, ¿te acuerdas Ethan? —le preguntó Anabel entre risas, sin esperar respuesta—. Los gritos que pegamos todos cuando hizo eso…

Asintió esbozando una sonrisa. Eso había sucedido al menos 7 años atrás, por ese entonces él sólo tenía 10 años y su hermana apenas 6. Era cierto que su primo Martin adoraba jugar bromas pesadas en Halloween, y la mayoría de ellas consistían en hacerlos asustarse con disfraces o con apagones súbitos mientras veían películas de horror. Pero todo siempre terminaba en carcajadas y una comilona de dulces tras salir al “Trick or Treat”. Eso había sido cuando su tío Arthur y su familia aún vivían en Orlando, antes de mudarse a Miami para que Martin ingresase a la universidad, y su tío emprendiera su negocio de renta de yates que siempre había soñado.

—Ethan no gritaba mucho, en realidad —se quejó Rosie desde el otro lado de la amplia mesa rectangular—. Como si él siempre supiera que tontería iba a hacer mi hermano.




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