Hasley
Siempre dije que yo era algo así como un tipo de imán que atraía la mala suerte casi todo el
tiempo, pero ¿acaso estos no tenían un polo negativo y otro positivo?
No lo sé.
Mis piernas dolían por el gran esfuerzo que me encontraba haciendo al correr a toda velocidad
por los pasillos del instituto. Estaba llegando más de veinte minutos tarde a la clase de literatura,
que la impartía el profesor Hoffman, el mismo del año pasado que tenía conocimiento de mi falta
de puntualidad.
Esto estaba yendo mal. Muy mal.
Respiré hondo cuando estuve frente a la puerta del salón de clases y me preparé mentalmente para
tocarla y perder la dignidad una vez más, excusándome con el hombre por mi falta de
responsabilidad. En menos de un minuto esta se abrió, dejándome ver a un hombre calvo que me
miraba con el ceño fruncido a través de sus anteojos, con su cara notablemente irritada por mi
mala costumbre de llegar casi siempre tarde a su clase.
Le di una sonrisa tímida, intentando ocultar debajo de ella la vergüenza que me comenzaba a
invadir.
—Hasley —pronunció firme, intentando intimidarme con sus ojos sobre mí—. Así que, dígame,
¿cuál es su excusa esta ocasión?
—Me quedé dormida —confesé antes de que pudiese evitarlo.
Apreté mi mandíbula y me golpeé mentalmente por la estupidez que había dicho y,
lamentablemente, ya no podía revertirlo. Tal vez no debí decir eso; tal vez debí mentir y no decir
la verdad.
—Bien. —Me sonrió con sorna—. Espero que la próxima vez no se duerma.
Por un segundo pensé que me dejaría pasar, pero fui demasiado ingenua.
El hombre se metió de nuevo al salón y solamente me dedicó una señal de despedida con su mano.
—Profesor… —intenté hablar.
Entre sus planes no estaba el querer escucharme, por lo cual solo me interrumpió volviendo a
hablar:
—Hasta la siguiente clase, Derricks. Dé las gracias que hoy no quiero ir a dirección con usted.
Él sabía que yo odiaba ese apellido.
Sin más que decir y yo sin poder defenderme, cerró la puerta. Me quedé estática en mi lugar, sin
moverme o siquiera parpadear. Estaba anonadada, repasando lo que había ocurrido. ¡No podía
hacerme esto! ¡No lo había hecho! Pero, qué digo, sí lo hizo.
¡Oh, genial!
Poniendo los ojos en blanco con cierta molestia, bufé girando sobre mi propio eje y comenzar a
caminar por el pasillo para así arrastrar conmigo la poca dignidad que me quedaba.
Esta era la primera vez que no me dejaba tomar la clase. Había llegado tarde en unas cuantas
ocasiones, unas cinco, seis o nueve veces. Aunque pensándolo bien, eventualmente llegaba tarde
pero cumplía con mis tareas y siempre trataba de prestarle atención, a pesar de que me diera
sueño su clase.
Literatura me aburría, simplemente lo hacía. Me gustaba leer pero no las historias que él solía
dejar. Llegaba tarde por el simple hecho de que era amante de dormir hasta muy tarde y eso me
dificultaba oír el despertador.
Rendida, inflé mis mejillas y me encaminé hasta las gradas. El pasto del campo hacía contacto con
la suela de mis zapatos y el aire revolvía mi
cabello tapando mi rostro.
A una determinada distancia, donde la sombra caía ligeramente sobre una de las gradas,
justamente ahí, un cuerpo se encontraba sentado a horcajadas dándole la espalda al campo, el cual
se hallaba desierto. Ni equipo de rugby, ni equipo de fútbol.
La escena se me hizo llamativa, mi cabeza se ladeó y solté el aire atrapado en mis mejillas al
observar cómo sacó algo del bolsillo de su pantalón y empezó a rasgarlo. Ante la curiosidad que
sentí, me obligué a caminar vacilante hacia el sujeto, subiendo cuidadosamente cada gradas pero sin ir a su dirección. Sin embargo, ese día había despertado con el pie izquierdo, ya que cuando
estaba a punto de llegar a su altura, torpemente mi zapato se resbaló y caí a bruces.
—¡Mierda! —me quejé.
Cerrando los ojos, le supliqué al Todopoderoso que me desapareciese en ese instante.
Apoyé ambas manos sobre el puente de metal y ejercí fuerza para poder levantarme. No pude, mi
brazo me dolía. Sentí la mirada de alguien y sabía de quién se trataba. Con la humillación
cargando sobre mis hombros, alcé mi vista encontrándome con la mirada azul eléctrica de ese
chico.
Él estaba de pie delante de mí y con su entrecejo arrugado.
—Yo… Lo siento.
A pesar de que quise sonar segura, un balbuceo fue lo que salió de entre mis labios.
Me quedé pensando sobre lo que dije. ¿Por qué lo sentía? No lo lamentaba en lo absoluto. Bueno,
tal vez sí, sea lo que estuviese haciendo yo lo había interrumpido por mi falta de disimulo y mi
gigante torpeza.
Él relamió sus labios y gracias a aquella acción me pude fijar que un pequeño aro negro adornaba
el lado derecho de su rosado labio inferior.
Volcó los ojos, soltó un suspiro lleno de fastidio y dando una sola zancada se acercó a mí y me
ofreció su mano incitándome a que la cogiera.
Avergonzada, accedí para ayudarme y ponerme de pie. Su altura fue lo primero que pude
confirmar una vez que recuperé mi postura, pues aún estando un escalón más arriba de donde él se
encontraba, seguía
rebasándome. Era muy alto.
—Gracias —susurré por lo bajo, tratando de que el color carmesí en mis mejillas se desvaneciera
por completo.
—Uh-huh… —Fue lo único que musitó sin despegar sus labios.
Por un segundo me sentí torpe, aunque luego comprendí que lo fui.
Lo miré fijamente sin darme la tarea de disimular. Era muy lindo: sus ojos de un color azul
eléctrico, su cabello rubio moviéndose por la ligera brisa que hacía, causando que su flequillo
cubriera su frente, sus labios que tenían un tono rosado bajo que resaltaba con su piel clara, casi
pálida.
Fue entonces que me di cuenta que lo estaba viendo sin descaro alguno al momento en el que él
empezó a toser