Hasley
Nunca fui una persona que pensara con claridad. Recuerdo que mamá solía decirme que meditar
mucho las cosas podía hacer que salieran mal, pero también que sería un error tomar la primera
opción sin consultar.
Vivía en Sídney, Australia. Sí, en ese país donde encontrarás a los animales más exóticos y
salvajes: los canguros golpeadores, wombats con patitas cortas, koalas comiendo eucalipto y
cocodrilos con mandíbulas muy fuertes. La bella fauna de Australia.
Mi casa, que se ubicaba en los suburbios de la ciudad, solo era habitada por mi madre, Bonnie
Weigel, una excelente psicóloga que amaba su trabajo, y por mí.
Por otra parte, papá nos abandonó a mis dos años de edad, justamente el día de mi cumpleaños.
Lo extrañaba. Quiero decir, extrañaba tener una figura paterna, sentir que estaba conmigo esa
persona que me pintaban en muchas historias y con la cual podía contar. Sin embargo, tenía a una
mujer que nos sacó adelante con todo su esfuerzo, que no se alejó nunca y permaneció a mi lado.
Eso para mí era suficiente.
Todos solían preguntarme por la pronunciación de mi apellido. El origen de este fue gracias a mi
abuelo, «el Alemán» pues así le apodaban aquí en la ciudad. Él nació en Hamburgo y conoció a
mi abuela cuando cruzó el océano gracias al trabajo de su padre, mi bisabuelo. Contaban con tan
solo dieciséis años la primera vez que hablaron y se casaron a los
diecinueve. Mi madre nació un año después en esta ciudad, donde actualmente vivimos. Fue hija
única y yo también.
Me gustaba usar más el apellido materno. En el instituto, todos los profesores me llamaban por
ese y les agradecía tanto. El Derricks se volvió común.
Estudiaba el último año en el campus y aún no tenía planeado en cuál universidad presentaría
examen. Estaba segura de querer estudiar diseño gráfico; había tenido debates con mi madre
acerca de las licenciaturas, desde las que mejor pagaban hasta las que casi desaparecerían en un
tiempo.
Yo tenía un serio problema con asistir a clases, sobre todo a las primeras, esas que iniciaban a la
siete de la mañana. Casi nunca oía la alarma y cuando despertaba, solo uno de mis dos ojos se
entreabría.
Si mi madre entraba a su trabajo temprano, podía llamarle salvación pues de esa forma era ella quien me llevaba hasta la puerta del campus, porque para llegar hasta al establecimiento se
necesitaba coger dos autobuses. El instituto se encontraba a las afueras de la ciudad, cerca de la
carretera, en donde los tráileres y camiones desobedecían las señales. A pesar de el letrero de la
velocidad requerida, el peatón y de que existía una comunidad estudiantil, ellos parecían ser
libres, sin ningún tipo de señalamiento.
Habíamos hecho huelga para que se cambiara la ubicación hace unos meses atrás. No obtuvimos
respuesta.
Igual odiaba su programa educativo, siempre me quejé de las clases los sábados. ¿Por qué nos
hacían sufrir de esa forma?, ¿no era suficiente con las once materias que llevábamos cada año?,
¿las quejas de los estudiantes era una forma de vivir para la rectoría? Tal vez.
De esa manera se movía mi vida quejumbrosa. Sin embargo, me animé a que ese año sería el
último en el que llegaría tarde con una mancha de pasta dental en mi blusa, pero fue ese mismo
último año cuando mi perspectiva de la vida cambió cuando lo conocí a él: Luke Howland Murphy.