Inflo las mejillas y expulso el aire sin delicadeza, mis manos se apretan en los antebrazos del asiento, mi pie derecho se mecía de arriba a abajo con nerviosismo. La presión en mis oídos me mantenía despierta. Hace treinta minutos que llevábamos suspendidos en el aire; las posibilidades de morir en un avión eran muchas según las noticias que busqué en google una hora antes de salir de casa. Morir de hipoxia, una explosión o que nos fuéramos en picada a mar abierto, ya me veía muerta porque nunca aprendí a nadar.
— El avión no se caerá. — miro con pánico a mi compañero de asiento, Paul, quien insistió en venir; rebuscó en su maletín y sacó un libro. — te distraerá.
Respiré profundo una vez más antes que mi mano temblorosa recibiera el libro, mis dedos delinearon la tapa; la forma de escribir de Shakespeare me gustaba, Macbeth era de mis favoritos; aunque sea algo trágico u oscuro era interesante como la complicidad pasó a locura. Inhalar el olor a libro viejo fue tranquilizador y sumergirme nuevamente en aquel libro mucho más; perdí la noción del tiempo e iba por la mitad de la historia. El suelo bajo mis pies vibró desconcentrándome; las azafatas corrieron de aquí y allá, pidiendo calma en distintos idiomas.
— ¿Qué está pasando? — pregunto en un hilillo de voz. Paul sin verme carraspea.
— Un poco de turbulencia. — responde tranquilo. No le creo. Su breve tic de su dedo golpeteando el bordillo del asiento lo delataba. El mal presentimiento me invadió.
Me urgía saber que pasaba.
Apoyada sobre mis rodillas me elevo a ver atrás a los demás pasajeros, sus rostros denotaban preocupación. Un niño cruzó miradas conmigo, sonrió intentando darme tranquilidad.
Una azafata salió corriendo hacia el micrófono ordenando que nos pusiésemos el cinturón, ni bien terminó de hablar; las mascarillas de oxígeno cayeron. Un ensordecedor estallido sacudió el avión, agarré el cinturón, sin embargo, no podía abrocharlo con mis manos temblorosas; Paul decidió ayudarme en mi contratiempo.
El avión se inclinó hacia delante; el cinturón apretó mi abdomen. Nos ibamos en picada; mil doscientos metros por segundo, no tardaríamos en estrellarnos.
Mi corazón martilleaba tan fuerte que temía que mis costillas no lo resistieran. Mis manos sudorosas clavadas a ambos lados del asiento. Mis pies pegados al piso el cual no dejaba de vibrar.
Segundos después el grito despavorido de una mujer acabó con la poca calma.
Estaba aterrada. No quería morir así.
Mi vista se nubló al no tener esperanza. Plegarias a Dios se escucharon entre los gritos. Por autoreflejo miro la ventanilla, las turbinas de la ala derecha encendidas de fuego, rayaba el cielo de humo negro y denso.
— ¡No quiero morir! — grité presa del pánico, apretando los ojos y contrayendo mis músculos.
Abro mis ojos de golpe por el apretón y la sacudida en mi hombro.
— Ya llegamos. — anuncia Paul. Me levanto con prisa, viendo a los pasajeros desfilar o bajando sus pertenencias del portaequipaje.
— No morimos. — murmuro para mí. Paul me mira raro. Relajo mi cuerpo en el asiento, y suspiro profundamente, sosteniendo mis mejillas. No morimos.
Una fila de taxis estaban aparcados en las afueras del aeropuerto. Primera cosa que me pareció extraño, aquí no se preguntaba cuánto era hasta tal calle; tenían un medidor que empezaba a correr cuando ponían en marcha el auto. Debía andar con efectivo si pensaba tomar taxis aquí.
En el trayecto, Paul me entregó un portafolio con fotos e información personal de ciertas personas, me contó como lo había conseguido. Solo esperaba que el taxista no entendiera español porque lo que hizo Paul era ilegal.
— ¿Estás lista? — asiento viendo el gran edificio frente a mis narices. Volteo a ver a Paul aun con mis maletas en sus manos.
Caminamos pasando de largo el ascensor hacia las escaleras. 5to piso no es nada.
Me apoyo en mis rodillas jadeante luego de subir los últimos escalones. No era muy aficionada del ejercicio y en el trabajo tampoco lo requería.
— Y eso que no cargaste nada — dice jocoso Paul, levantando las maletas.
— ¿Por qué viniste? — inquiero arrebatandole una de mis maletas.
— Quiero conocer a tu compañera de piso. Asegurarme que no vaya a robarte los órganos mientras duermes — susurra burlón — además debo reunirme con los agentes informáticos de aquí; han recibido ataques ciberneticos últimamente; información valiosa. Contrataron mis servicios.
— ¿No crees que es algo riesgoso? — inquiero viendo la gravedad del asunto. Cualquier persona no podía irrumpir en sus sistemas.
— Mientras no deje huellas. Les hablaré de ti, la paga es buena.
Golpeó la puerta con los nudillos.
"Ya llegó" una voz femenina grita en el interior.
El entusiasmo en su voz ya empezaba a ponerme los pelos de punta.
La puerta se abrió, su cabello rojizo llamó mi atención.
— Oh my God! — chilla lanzándose sobre mí, estrujandome en un fuerte abrazo. Abrazo que no devolví puesto que me sentía sofocada. Miré a Paul en busca de ayuda ¡me estaban tocando! — Estoy tan feliz de tenerte aquí ¡al fin una chica!
Me suelta y sujeta de los hombros, por mi lado quedé estática en mi lugar, con una mueca de desagrado en mi rostro. No quería dar una mala impresión pero su invación a mi espacio personal me incomodaba y en demasía.
— Tu alegría me aturde.
Me sorprendí al ver su sonrisa intacta.
— Ten paciencia. Es algo huraña. — interviene Paul. Lo miro mal por la descripción de mi persona.
— Es honesta. — le responde bajando la voz — ¡me encanta!
Vaya locura. Primera persona que no se ofende por mi respuesta.
Rehuí a su agarre. ¿Sabía el significado de huraño? ¿Qué loca contactó, Paul? ¿Tendría que dormir con un ojo abierto esta y las demás noches?
— Seré feliz si no me tocas. — pido estirando mi brazo, poniendo distancia. He huído de las personas hiperactivas puesto que no controlan sus manos, y ahora viviré con una. Lanzarme por aquella ventana al final del pasadizo parecía mejor idea.