Y la muerte se apoderó de todos ellos, uno a uno, sin prisa, porque ella jamás fue impaciente, sin artilugios, solo el tiempo como único aliado.
Primero sintió las ganas que tenía el anciano de despertarse y tocar una última canción en el piano.
Pasaron muchos años hasta que sintió la sorpresa del niño al que atropellaron, y luego llegó la culpa de quien lo había hecho, unos segundos antes de que se quitara la vida.
El pueblo era muy pequeño, y la muerte lo observaba, atenta, esperando a un alma en particular, recogiendo distraídamente todas las demás almas del mundo mientras vigilaba lo que deseaba.
Ella sabía que incluso si no la vigilara, la tendría al final, porque era imposible que se le escapara alguna, pero aun así miraba al alma que deseaba con tantas ganas.
Sintió la desesperación de aquél que se esforzaba por llegar a la superficie del lago sin lograrlo, y poco a poco se nutrió con las últimas sensaciones de todos aquellos que rodeaban al alma deseada.
Pero ella no cayó. No le dio el gusto a la muerte de dejarla absorber sus últimas gotas de una vida feliz.
Años y años se convirtieron en décadas y las décadas en un centenar, pero aun así la dama de negro no podía obtener lo que quería.
Frustrada, la muerte mandó plagas y pestes que mataron a miles y miles de personas, excepto a aquella que deseaba.
—¿Por qué? — preguntó la muerte desesperada —¿Por qué la única alma que he deseado en miles de años tarda tanto en llegar a mí?
Y pasaron más años de los que deberían hasta que finalmente la muerte obtuvo el alma, pero al obtenerla no fue feliz, porque en su obsesión había magnificado el resultado, y al saborearlo le supo a poco.
Y esa alma era la mía, una persona que siempre supo que su destino era morir, y por eso la muerte me devolvió, para poder saborear una vez más mi muerte, y que otra vez mi vida no alcance para saciarla.