La sala está oscura, llena de cuerpos que emanan calor. Cuerpos que vibran y que sienten.
Una voz susurra una frase 'somos la simple identidad buscándose en colores'. La frase es repetida por un chico, y la primera linterna se enciende, iluminando su mano. Al mismo tiempo, otra voz se alza, repitiendo aquella frase como un mantra, en apenas un murmullo.
Se suma una voz de niña.
Y otra voz más grave.
Y otra más lenta.
Y otra que duda.
Y otra desganada.
En pocos segundos se pasa del silencio absoluto a una gran masa de gente que repite aquella frase, en voz alta y clara. La frase termina y vuelve a empezar, cada uno la dice a un tiempo distinto, con una intención distinta.
Se crea un eco, tremendamente ensordecedor, potente, cargado de tantas emociones como personas en la sala. La frase sigue repitiéndose.
Ruido.
La masa de palabras deja de tener ningún orden, ya no es más que una serie de palabras que han perdido el significado a fuerza de repetirlas.
Es la masa de palabras más atronadora que haya oído jamás.
Un tambor comienza a sonar, marcando el momento de parar. Las últimas personas acaban su frase, y el silencio cubre todo.
En el aire parecen vibrar aún las palabras, como si las hubiesen dejado marcadas en el aire, como si callar las hiciera más audibles. Aquél silencio golpea al público tanto como el ruido.
Los jóvenes miran hacia el cielo, imaginando que no hay techo. Toman aire, suspiran.
Aquello produce algo extraño.
Alivio.
Para sus oídos, pero también para sus cuerpos, que sin saberlo estaban acumulando muchísima tensión.
Un segundo de silencio y la canción comienza.