Cachos de Mente

La Paloma

Valeria Calar siempre había querido volar. Pero nunca había podido. Para su mala suerte, ella había nacido persona, y todo el mundo sabe que las personas no vuelan. Eso lo había descubierto a la mala, cuando tenía ocho años. Como todas las veces que su mamá la llevaba a la plaza con sus hermanitas, se había trepado a la magnolia que estaba ahí desde tiempos inmemoriales para ver cómo era el mundo desde arriba. Le encantaba esa sensación de vértigo y asombro que le daba al llegar hasta la punta. Subió y subió hasta perderse entre las ramas. Miraba para todos lados, admirando lo distinto que se veía el mundo desde ese lugar. Mientras más se acercaba a la punta, más crecía esa sensación deliciosa de cosquillas en la panza que no se sabe si vienen de la alegría o de los nervios. Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no pudo darse cuenta que una de las ramas que siempre usaba para llegar a la punta estaba podrida. Distraída, la niña pisó la rama, esta se rompió, la pobre cayó y se quebró la pierna

– ¡¿Cómo vas a trepar tan alto, Valeria?! ¿¡Estás loca!? –la retó su mamá mientras volvían de la guardia, Valeria ya con el yeso puesto–. Ya estás grande para estas cosas. ¿Me querés matar de un susto?

Como lo último que ella quería era matar a su mamá de un susto, Valeria decidió dedicar su tiempo a actividades menos riesgosas. Aprendió qué cosas le podían llegar a causar preocupación a su madre y se aseguró de evitar a las personas que las hacían. Y así lo siguió haciendo durante toda su infancia, adolescencia y los principios de su adultez. Ahí es cuando comienza nuestra historia.

Muchos años después, Valeria llegó al trabajo completamente agotada. Era una mujer de poco más de treinta años, vivía sola en un departamento alquilado pero cómodo, tenía un trabajo en el que era muy buena y le pagaban decentemente.

Esa semana había sido particularmente intensa. Entre las cosas del trabajo que se le habían sumado, los eventos superpuestos que había tenido que organizar y la ansiedad general del día a día, Valeria había perdido noción de sí misma. Cuando cerró la puerta de su casa se dio cuenta de que no había respirado profundamente en un largo tiempo.

Prendió las luces y vio en la ventana algo que no había visto antes. Algo distinto. Se acercó para fijarse bien y la vio. Había una paloma del otro lado del vidrio, y la estaba mirando fijamente. Era exactamente igual a todas las palomas de la ciudad en la que ella vivía. Golpeó la ventana para que el animal se fuera, pero no se fué. Seguía mirándola. Entonces la paloma habló. Su voz sonaba igual al canto de una paloma normal, pero, de alguna manera, se las arreglaba para modular todos los sonidos del idioma español.

–Perdóneme, señorita –le dijo, en un tono muy educado–. ¿No le molestaría convidarme unas miguitas de pan y un poco de agua? Estoy con bastante hambre.

Asombrada, Valeria dio dos pasos atrás. No podía creer lo que acababa de escuchar. Pero ella no quería quedar como una maleducada, o peor, una ignorante retrógrada que no aceptaba que las palomas podían hablar, así que decidió actuar como si la situación fuera la más normal del mundo. Abrió la ventana y la invitó a pasar.

– Solo tengo pan integral, ¿te sirve? –le preguntó.

–Sí, me imagino que sí –le respondió su invitada mientras se acomodaba en el respaldo de una silla intentando no rallarlo con sus garras.

Valeria le llevó el pan en un plato y el agua en un bowl y se los dejó en la mesa. Le preguntó si no quería comer algo más, pero le respondió que con eso alcanzaba. El pájaro le dió las gracias y empezó a comer rápidamente. Se veía que tenía hambre. Se hizo un silencio incómodo. Ella estaba llena de preguntas, como cualquier persona en su sano juicio estaría si tuviera un animal que habla en la mesa de su casa, pero no sabía si sus preguntas podrían llegar a ofender a su invitada. Finalmente se decidió a romper el silencio.

– Entonces –le dijo–, ¿todas las palomas hablan?

– Me imagino que quiere saber si hablan un idioma humano, ¿no?

– Eso mismo.

– No, todas no –respondió–. Pero es mucho más común de lo que se imagina. Además, el hecho de que no hablen lenguas humanas no significa que no se comuniquen.

– ¿Eso quiere decir que hay un idioma de palomas?

El ave dejó de comer y Valeria se dio cuenta por su expresión que le costaba encontrar una respuesta adecuada. Se dio cuenta de que había hecho una pregunta difícil.

– Sí y no –dijo finalmente–. Nos comunicamos entre nosotras, como cualquier otro animal, pero llamar “idioma” a nuestra forma de hacerlo no es del todo correcto.

– ¿Cómo es eso? –quiso saber Valeria, cada vez más intrigada– ¿Cómo se comunican? ¿Los sonidos que hacen no son un idioma?

– No –respondió, esta vez decidida de su respuesta–. En un idioma se tiene una serie específica de sonidos que, al ponerse en distintos órdenes y combinarse de varias maneras adquieren significados distintos. En el idioma de los animales no es importante el sonido que hacemos sino cómo lo hacemos, el tono en el que lo decimos. No es una cuestión de memorizar el significado de cada sonido, sino de prestar atención para entender lo que el otro quiere transmitir. Los humanos le dan tanta importancia a los significados literales que acaban subestimando lo que alguien puede transmitir solo con su tono de voz. Por eso un gato puede entender perfectamente lo que dice un perro, pero un humano nunca va a entender lo que dice una paloma.



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En el texto hay: relatos cortos, metforas, personal

Editado: 12.08.2023

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