Alex
Lissandra estaba algo rara, pero no podía negar que era divertido ver todas esas expresiones en su cara. Estaba acostumbrandome a esa expresión falsa de rudeza y en todas esas palabras llenas de sarcasmo que solo me podía resultar algo extraño.
¿Que le sucedía? No lo sé. Solo disfrutaba el extraño sufrimiento que la aquejaba. A decir verdad, me parecía bastante hermosa cuando luchaba contra ella misma.
Apresurado por el tiempo y por la presión que aplicaba sobre mí, entre con prisa a la cocina. Ahí, desde el primer día, ha sido mi zona, mi lugar donde mis pertenencias reposan y donde mi estrés se desborda.
Al deshacerme de los asfixiantes tirantes de la mochila. Notó que un montón de cosas bonitas se adueñan de el área donde dejo mis pertenencias. Probablemente eran de Lissandra. Sin miramientos tome de ellos y los coloque a un lado, pero sin apartarlos demasiado de su lugar. No quería que la furia que se almacena en su pequeño cuerpo se desatara.
Antes de salir de la cocina. Dí una mirada más a aquellos regalos. Una profunda tristeza que se acompañaba de ligeros celos, descansaba sobre cada uno de ellos.
Muy dentro de mí, deseaba que todos aquellos regalos fuesen para mí. Pero no era así. Muchos de los clientes vienen al restaurante con una intención más que la de consumir algún alimento. Y ese motivo es Lissandra. Esto no debería extrañarme y mucho menos hacerme sentir mal. Es de esperarse que estás cosas le sucedan a una bella mujer como ella.
—¿Qué me está sucediendo? ¿Por qué no lo entiendo…? —murmuraba sin despegar la mirada de aquellos objetos.
Sin más, me dispuse a salir de aquel lugar.
Lissandra
Él, ya estaba dentro de la cocina. No podía hacer más. Me mentalizaba y preparaba mi trapito para cubrirme la cara por la vergüenza que se avecinaba.
Pasaba uno, dos, tres… varios minutos, y él no salía de aquel lugar. Me estaba matando tener que esperar demasiado, solo quería morir de pena lo más rápido posible. ¿A que juega? ¿Lo hace al propósito? ¿Esta consciente de que me está matando de la angustia?
Esas y miles de pregunta más bombardeaban mi cabeza. Me estaba volviendo loca de solo pensar.
Un ruido de la manija me hace exaltar. Ya venía, pensaba tan rápido como podía en una cara que disfrazara mis emociones, o en la mejor frase para decir. Pero no había nada.
Todo lo que se me ocurría era un frase de ¡Sorpresa! acompañado de una cara de idiota. No, no, no. Qué estúpida, esto no era un cumpleaños... ¡Estaba acabada!.
De inmediato la puerta se abre y lo veo cruzar a través de ella.
—¿Que sucedió…? —Se arrastra por mi lengua.