— ¡Un dos por uno! —añade la señora Kerr, sin darnos oportunidad de corregirla—. Los chicos van camino de sentar la cabeza, ¿no te parece, Alexander?
El patriarca de la familia se limita a saludar a su hija. Tanto Danielle como yo nos damos cuenta de que el señor no se digna en saludar a los gemelos. La cháchara de la señora, por otra parte, es interminable, no deja cabida para la conversación.
—¿Cómo se llama tu novia, cariño? —pregunta la señora Kerr a mi “novio”, como si yo no estuviera allí.
Para colmo, ¡A.J. no hace nada por arreglar el entuerto!
—Maryanne. Maryanne St. John. Cariño —me mira suplicante—. Ella es mi madrastra, Camilla Wittstock-Kerr.
¿Alguien puede dar pausa a la película, ponerla en retroceso y borrar las líneas que A.J. y su madrastra acaban de intercambiar? O la escena completa, para estar seguros de que no se repita.
Lo peor de esta situación es que estoy aquí, petrificada y muda. No encuentro las palabras en mi cerebro para detener este sinsentido. ¿Cómo rayos he acabado convirtiéndome en la N-O-V-I-A de A.J. Kerr sin apenas darme cuenta?
A.J. Wittstock-Kerr, para ser exactos. No se me ha escapado ese detalle y una nueva pieza se añade al rompecabezas. A.J. es hijo de uno de los hombres más ricos del planeta, Alexander Wittstock-Kerr II. Un tiburón en los negocios, según las revistas financieras. Incluso, él y mi padre habían trabajado juntos una vez, hace unos cuantos años largos. ¿Cómo no lo vi antes?
«En realidad, sí que lo conoces», me había dicho Blake cuando me comentó que su amigo y socio iba a trabajar conmigo. A pesar de ello, no consigo ubicar el lugar en el tiempo en el que A.J. y yo nos conocimos en el pasado. Al menos, no antes de nuestro primer encuentro en el circuito, cinco años atrás. Y si es muy lejano ese pasado, no pienso repasar los años que sentaron las bases de la mujer que soy hoy para buscar ese momento. Rememorar aquella época es recordar a Max. Gracias, pero no, gracias.
—¿St. John? —pregunta el patriarca de los Wittstock-Kerr, hablando por primera vez—. ¿La hija pequeña de Maxwell St. John?
Ahí está. El signo de dólar en la voz y en los ojos del padre de A.J., su rostro iluminado. Un rostro parecido al de sus hijos mayores, con la excepción de que los gemelos lucen más... humanos, comparados con su padre. La severidad de sus facciones, que no tiene nada que ver con la edad pues aparentemente se conserva bastante bien, está escrita con una emoción desagradable para mí, ya que la experimenté con Damon. Y antes de Damon, la viví con Max. Ambición. Una emoción que puede ser una bendición para algunos, pero a mi vida trajo todo lo contrario.
Afortunadamente, la señora Kerr toma el control de la conversación, de modo que no me permite responder la pregunta de su esposo.
—¿Por qué no le dijiste a tu madrastra que nosotros no somos novios? —le pregunto a A.J. en un aparte cuando, luego de que la señora Wittstock-Kerr finalmente terminó de hablar, ella sugiriera entrar en el restaurante.
—¿Cuándo iba a hacerlo? —pregunta a su vez con una mueca divertida—. Fue casi milagroso que pudiera decirle tu nombre.
—Tienes que detener esto YA —riposto, concediéndole el punto a A.J. El frívolo monólogo de su madrastra no daba lugar para correcciones.
«¿No será qué te gusta esta nueva circunstancia, St. John? ¿Cómo explicas que permitas esta charada, y a A.J. diciéndote “cariño”? Por no hablar de las libertades que se ha tomado desde que te convertiste en su “novia”...»
Y es que, nada más tomarme por la cintura para decirle mi nombre a su madrastra, se ha estado comportando muy zalamero conmigo. Tanta dulzura de su parte me va a provocar un coma diabético.