Ella escuchaba atentamente las palabras tiernas que salían de su boca. Sus ojos seguían perdidos en la forma de sus labios, queriendo besarle una y otra vez hasta mas no poder. Él era guapo... Guapísimo. Un chico alto, robusto, que sabía vestirse bien y además, por si fuera poco, con un rostro hermoso, como si fuera un verdadero ángel. Pero lo que más le encantaba no era su estatura ni su contextura, sino sus ojos de profundo azul intenso que le hacía pensar que había un océano en cada uno de ellos.
A veces, cuando el sol le impactaba con su luz en la cara, el azul brillaba con increíble fuerza y era inevitable para ella, no caer en ese encanto de mar. Quería nadar en ellos...
Cuando el hombre dejó de hablar, su cálida y firme mano acarició su rostro mientras sus sensuales labios se acercaban a ella lentamente, matándola segundo a segundo. Su aroma dulce la impregnaba, ocasionando un remolino en los latidos de su pecho mientras la seducía con su elegancia. Pronto empezó a derretirse por él, anhelando ese acto que terminara de torturarla con la tensión de los segundos. Cerró sus ojos… Estaba a tan solo milímetros de sentir el beso de su vida... cuando… la alarma sonó.
En ocasiones, sentía que hasta la realidad se burlaba de ella. Su nombre era Beatrice y sus amigos le decían – "de cariño" – Betty, pero de fea, probablemente sólo tenía el nombre. Tenía 28 años, muy linda físicamente; psicóloga de profesión (aunque no le iba muy bien en la clínica) y estudiante del tercer año de administración de empresas. Vivía sola, en una casa que pagaba mensualmente y sí, era soltera. Su única compañía era una perra a la que llamaba Flor. A ella (su perra), le debía mucho. Todas las noches, Flor llegaba a su habitación y dormía con ella. Si Beatrice estaba alegre, Flor también. Si estaba deprimida, la pequeña Flor también. Si ella no existiera, sepa Dios como sería su vida.
En fin, el día que le esperaba no sería tan extenso. Por consiguiente, Beatrice meditaba por largos minutos, acostada sobre su cama, el porqué de su existencia y el porqué de las cosas que la conformaban. Pensó un poco acerca de la teoría del universo, las galaxias, el sol, la luna, los osos polares, las estrellas, y un largo etcétera. Empero, no lo meditó lo suficiente, pues la hora la despertó de un golpe y tuvo que salir corriendo a la regadera. Le tocaba lavarse el pelo, pero no había mucho tiempo. ¿Crema facial? ... Podría ser más tarde. ¿Spray para la piel? ... No se acabaría el mundo si no lo usaba una vez. ¿Maquillaje? ... Lo natural es mucho mejor. ¿Perfume? ... Lo más mínimo. ¿Desodorante? ... Ese sí era indispensable. ¿La ropa? .... un pantalón y una camiseta estarían bien. Todos los que la vieron llegar a la universidad juraron que no se había bañado cuando en realidad, fue lo único que hizo.
Pero a ella poco le importaba. Al fin y al cabo, no iba a perder un examen solo por eso.
El profesor de la clase, quien era el típico profesor que le hacía la vida imposible a sus alumnos, empezó a repartir los exámenes. Fue ese el momento cuando un chico del salón pedía permiso para entrar. Beatrice lo observó de pies a cabeza. Le llamaba mucho la atención. Su forma de vestir era elegante y estaba muy segura de que era el único hombre que conocía que vestía de esa forma. No obstante, lo único que sabía de él era que se llamaba Claudio Gonzáles... Y, dicho sea de paso, ni siquiera captaba su existir.
¡Mucho menos que lo notara ese día! ... Pues, estaba demás decir que andaba hecha un completo desastre.
El examen era muy sencillo, pero a ella le gustaban los retos y decidió no escuchar para resolverlo. A consecuencia, miraba el techo del salón a cada rato en busca de un poco de ayuda divina.
... Y la recibió, aunque tardó en hacerlo.
Claudio fue el primero en entregar el examen resuelto. Seguido de él, ella.
Lo que seguía a continuación era ir a la clínica, pero, ¿para qué, si al fin y al cabo nadie iba a pedirle consejos?
A pesar de ello, ella no perdía la esperanza. La psicología era su pasión desde muy pequeña y había logrado su sueño de ser psicóloga algunos años atrás con un título de la Universidad Centroamericana que así lo rectificaba. No había obtenido tanto éxito económico con la clínica, pero el gozo de haberlo logrado la hacía sentir feliz día a día.
Siempre se repetía la misma frase que la alentaba día a día en el mundo, tal cual fuese su amuleto sagrado: "Soy psicóloga, soy lo que siempre quise ser"... Y con eso le bastaba para ir a trabajar. Sin embargo, parecía ser que ese día no era precisamente el mejor de todos. Además de andar un look pésimo, su vehículo no encendía...
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Editado: 13.01.2019