Al principio, Antonio parecía no ser ese chico que ella pensaba. Era inevitable para ella pensar que el interés no era mutuo y que, además, ese chico se aburría con su presencia. Sin embargo, y al mismo tiempo, existía esa energía misteriosa que la incentivaba a saber más sobre él y a conocerlo mejor. Aquello era también inevitable y le gustaba sentirlo. Sólo se trataba de un simple sentimiento que desataba sobre ella un mar de emociones, preguntas y suposiciones. Diariamente se veían, pero no se encontraban en todos esos días. Eso la decepcionó en un primer instante, pero con el pasar de los días fueron creándose los momentos entre ellos que – sin lugar a dudas – hacían que la espera valiera la pena. Un simple sentimiento que iba naciendo de la nada… del completo vacío.
Poco a poco, ambos fueron conociéndose el uno al otro: Antonio tenía 18 años, vivía en Managua, hablaba el inglés como su segunda lengua, compartía el mismo deseo de ser un psicólogo de profesión, y lo mejor aún: era SOLTERO y sin compromiso. Claro que Beatrice no coincidía en ese último aspecto y, aunque quisiera decir que lo era, prefirió decir la verdad. Al fin y al cabo, sólo eran amigos.
Luego, la confianza fue aumentando a gran velocidad. Era como si ambos se conocieran desde niños. En cada instante que se topaban se podía sentir esa magia inexplicable que dibujaba una sincera sonrisa en sus rostros. Un gesto que iba abasteciendo aquel vacío en el que se cruzaron.
Y en el caso de Beatrice, iba surgiendo la ansiedad motivada por las ganas de estar acompañada de él. Para ella los momentos eran perfectos. Apenas se conocían y la soledad espiritual desaparecía con su presencia. Con él, llegaba la calma, la tranquilidad y la sensación de bienestar. Todo era posible, gracias a una sonrisa. Así, como si nada; del minuto más inesperado, surgían los efectos del sentimiento que en ella iba naciendo… Entre miradas, risas y palabras.
Las oportunidades surgieron. Miles de ellas fueron ideales para marcar grandes experiencias que cada uno iba descubriendo con la compañía del otro. Se comprendían y se completaban. Rompían el hielo adivinando que tan fuerte era “eso” que iba apareciendo en los abismos de la locura. Pudieron haber destruido el mundo de felicidad, y lejos de que aquello diera señales de un final, ambos seguían conquistándose mutuamente guiados por el deseo. En el caso de ella, por algo mucho mayor…
Empero, el fantasma de Enmanuel aún seguía presente. Muy en el fondo de su corazón sentía aprecio por él y no quería perderlo. A pesar de la nueva persona que había llegado a su vida, esa confianza que tenía en su pareja poseía un valor sagrado y, por ende, para ella era de suma importancia. Le parecía imposible que, de un día para otro, la personalidad de Enmanuel había cambiado por completo. Él no era el mismo chico cariñoso que hacía de todo para enamorarla. Ya no era el tipo detallista que la llenaba de halagos y caricias en todo momento. Ese hombre había desaparecido. Era obvio que algo sucedía. Ese mal presentimiento la atacaba una y otra vez cada noche que se recostaba sobre su cama. Sentía la necesidad de averiguar qué era lo que pasaba en él; el porqué de ese cambio tan radical. Tenía que saberlo, pues no quería estar ni un segundo más en el pozo en que la estaban sumergiendo. Mucho menos quería seguir derramando lágrimas con el único consuelo de su almohada…
Así pues, un día, guiada por sus sospechas, decidió (sin que él se diera cuenta) revisar su celular para buscar algo que le sirviera de alivio para sus dudas. Le hubiese encantando no encontrar nada y haberse equivocado, pero lamentablemente no fue así. Usó todas sus fuerzas para reprimir sus impulsos y disimular. Cuando vio que su chico se acercaba, le sonrió como de costumbre.
-- ¿Tienes algo que decirme? – Preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
Aunque las ganas de llorar eran fuertes, las reprimió hasta hacerlas desaparecer. Al menos por el momento. Todo estaba más que claro. La herida había sido grave, pero no le importó y resistió en todo momento. Decidió hacer de cuenta que nada estaba pasando; no para ver hasta cuando duraba ese cinismo, sino para tratar de engañarse así misma diciéndose que todo estaba bien. Quería que fuese un sueño. O mejor aún, una mentira. Al fin y al cabo, Enmanuel era la única persona con la cual podía sentirse acompañada. La única que aniquilaba esa soledad física…
Hasta que Antonio llegaba a ella, saludándola con un abrazo y un gesto de cortesía.
No quería hacerlo. No quería arruinar el momento. Pero Antonio tuvo el don para ver en sus ojos que algo no estaba bien. A pesar de su sonrisa, y a pesar de que gritaba a todo pulmón que estaba perfectamente, él veía en sus ojos castaños que algo estaba mal. La mirada nunca miente. Y él sabía hablar de forma fluida con sus ojos, tal cual fuesen los de su madre o los de su esposa. Ella, por más que se esforzaba en esconder y reprimir sus sentimientos, vio que él la escuchaba atentamente y la abrazaba sin la necesidad de que se lo pidiera. Él la entendía a la perfección. Y tal como en el primer momento, ella encontró en su compañía el bienestar que le hacía falta.
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Editado: 13.01.2019