Jena abrió la mochila y sacó una barra de chocolate. Mientras comía lloraba, las lágrimas se enfriaban al contacto con el gélido clima. El cielo estaba nublado, por lo que la oscuridad era total. Luego de comer un cuarto de la barra, guardó el resto de vuelta. Se puso de pie y siguió su camino, aunque en realidad no se dirigía a ninguna parte, sólo caminaba con la esperanza de que algo mejorase. Caminaba como los ciegos, dando un paso a la vez en tal oscuridad, adivinando a veces el camino y recobrando la normalidad cuando las constelaciones iluminaban otra vez.
Comenzó a nevar, la muchacha seguía llorando mientras caminaba. Había descubierto que las lágrimas son infinitas cuando la pena no se acaba.
El día antes del gran apagón, Billy, su hijo de once años, quería ir al parque. El calor era insoportable y Jena se sentía cansada.
—Mañana te llevo, lo prometo. Mamá está cansada ahora, usa la sala virtual.
—Ayer dijiste lo mismo, mamá —replicó el niño—. Quiero sentir el pasto de verdad, no uno virtual.
—Ya dije mañana y si me vas a responder así, mejor te vas a tu habitación.
—Eso voy a hacer. ¡Estoy harto! ¡Nunca sales conmigo!
—¡En silencio!
El niño subió las escaleras y de haber podido hubiese dado un portazo al entrar en su habitación, pero en aquel siglo no se conocía lo que era cerrar o abrir una puerta, éstas lo hacían solas, deslizándose hacia los costados, por lo que se limitó a tirarse en la cama y gritar tapándose la cara con la almohada.
Mientras Jena caminaba percibió en el frío aire un olor nuevo. Llevaba tanto tiempo caminado sin saber qué rumbo había tomado que no tenía idea de dónde estaba. Seguía su instinto, algo en su interior le decía que sabía dónde debía llegar.
Tosió y sintió que sus pulmones dolían. La nieve comenzó a caer con mayor intensidad, llevándose el olor extraño.
La mujer volvió a toser y sintió que el dolor se extendía por el cuerpo entero. «Me estoy enfermando —pensó—. ¿Debo hacerlo ahora o sólo me dejo morir?»
Se sintió cada vez más cansada, el dolor que crecía, temblaba vigorosamente, tenía la nariz tapada y sentía que los ojos le ardían. Se detuvo y abrió la mochila. Sacó una pequeña botella de plástico, la agitó y bebió un poco del líquido dulce y viscoso. La guardó nuevamente para seguir con su viaje.
Al poco rato un fuerte temblor hizo que un árbol seco cayera cerca de donde estaba Jena. Alcanzó a esquivarlo por poco. Su nariz se había despejado otra vez, su cuerpo no tenía síntomas del resfrío común (enfermedad olvidada para ese entonces), la medicina ya había surtido efecto.
La nieve había dejado de caer, pero otra cosa blanca la había reemplazado. De hecho hasta la temperatura había ascendido perceptiblemente.
Con su nariz ya despejada reconoció el olor de aquello blanco que ahora caía: «Ceniza», pensó. De pronto, a unos dos kilómetros de ahí una luz roja se hizo presente desde la altura.
«¿Un volcán?»
Dudó en continuar, pero algo en sus entrañas le hacía sentir que ese era el camino. Aquel olor extraño, el olor del azufre, se volvía cada vez más intenso.
Cuando el volcán estaba más cerca se encontró con otras personas que iban en sentido contrario.
—Devuélvase señora —dijo un joven de entre dieciséis a veinte años y ella se dio cuenta que el tiempo había pasado, pues nunca antes le habían llamado «señora»—. El volcán va a hacer erupción en cualquier momento.
—Sí —respondió automáticamente y los siguió.
El grupo estaba compuesto por una treintena de personas de diversas edades, todos llevaban ropas viejas, sucias y gastadas. Unos niños vestían ropas que les quedaban grandes, notoriamente de aquellos que habían dejado ya este mundo. Recordó a Billy.
—¿Hacia dónde te dirigías, muchacha? —preguntó una anciana sin dientes.
—No lo sé, sólo caminaba.
—Puedes quedarte con nosotros. Somos gente decente, no todos en Marte nos hemos corrompido aún.
Jena sonrió asintiendo con la cabeza.
Cuando el Sol yacía en brasas, Jena subió al segundo piso a buscar a su hijo, pero el niño no estaba. Sintió en su vientre una espantosa sensación de miedo.
«Un niño de once años no puede escapar, no justo ahora».
Lo esperó por días, semanas, meses y el niño no volvió. Finalmente la mujer emprendió un viaje sin rumbo. Nunca tuvo claro si esperaba encontrar a su hijo o si lo que buscaba era la muerte.
Caminó con el grupo por largo rato, hasta que hicieron una pausa para sentarse sobre unas rocas. Sacó su barra de chocolate y comió otro trozo. La anciana la observaba, ella le ofreció chocolate, pero la mujer negó amablemente con la cabeza.
—Ven, voy a preparar té.
—Gracias —se sentó a su lado.
—Soy Margareth, por cierto.
—Mi nombre es Jena. ¿En qué parte estamos?
Margareth la miró sorprendida.
—¿Desde dónde vienes que no sabes donde estás?
—Vivía en Armstrong City.
—Querida —la anciana abrió los ojos sorprendida— eso está muy lejos de aquí. Debes llevar mucho tiempo caminado.
—La verdad no lo sé, es imposible saber que día o qué hora es, cuándo termina uno y empieza el otro.
—Has llegado a Blossom Town.
—No puede ser, eso está en Manx, es otro país.
—Así es muchacha, ya no estás en Hawking.
Jena lloró nuevamente, sin darse cuenta habían pasado años, había perdido la poca esperanza que tenía de encontrar a su pequeño.
Hubo otro temblor y las nubes sobre el volcán comenzaron a dispersarse.
—Debemos seguir moviéndonos —dijo el joven que la invitó a unirse al grupo.
El muchacho se quedó mirándola a los ojos de una manera dulce. Jena se sonrojó, esquivando la mirada. «Aún tengo lo mío —pensó—, pero es demasiado joven, si fuese tan solo unos años mayor...»
Siguieron caminando, el joven de vez en cuando la miraba hacia atrás y Jena sentía en su estómago un coqueto cosquilleo, algo que no sentía de hace mucho tiempo. Dejó de evitar la mirada del muchacho y le sonrió. Él sonrió de vuelta.
Editado: 17.02.2022