¿Dónde estaban las personas? La pradera parecía no tener fin, el calor era ya difícil de sobrellevar y las piernas me empezaban a doler, rápidamente, y como única solución posible, me senté sobre el forraje. Las hormigas despedazaban el cadáver de un escarabajo y los mosquitos intentaban picarme, pero yo era feliz contemplando la belleza del paisaje virgen. Una vez descansé y repuse mis fuerzas decidí reanudar mi caminata. El sol se desplazaba lentamente hacia el oeste y el graznido de las aves era música para mis oídos. A una distancia considerable de mí se encontraban los primeros árboles que observé en ese mundo; preciosas obras arquitectónicas de la naturaleza. Las ramas de aquellos ejemplares del reino de las plantas parecían brazos huesudos y elásticos sobre cuya piel crecían y desplegaban un sinnúmero de hojas multicolores. Una vez estuve más cerca de estos gigantes de madera, vi algo que me pareció bastante curioso; una señalización. Se trataba de un dibujo tallado en el tronco de uno de los árboles, mostraba una flecha que apuntaba al noreste (tomándome a mí como punto de referencia) y unos símbolos extraños que parecían sacados de un libro de Tolkien; había una gran probabilidad de que esos símbolos fueran el resultado de algún lenguaje humano (representado de forma gráfica), pero no quise sacar conclusiones apresuradas.
Esa señalización me hizo pensar en la posibilidad de que en lo adelante pudiese encontrar algún pueblo (pero también podía significar el nombre del bosque, cosa que no se podía descartar). Entré a la floresta que formaban los árboles que clasifiqué como robles comunes, los cuales tienen el nombre científico siguiente: Quercus robur (soy un apasionado de la botánica y aún recuerdo los nombres científicos de algunas plantas; toma nota para cuando visites Europa, Asia o América del Norte) ¿Por dónde me quedé? Ah sí, por el bosque… bien, una cosa que me llamó mucho la atención fue la masiva caída de hojas amarillentas y rojizas de las copas de los robustos árboles; lo cual decía a las claras que el otoño era la estación del año que estaba al mando en esa región del planeta. Como debes saber, conocer del tiempo y el clima es imprescindible en una situación de supervivencia; no soy el héroe tonto de algunos Isekais que se guía casi exclusivamente por sus emociones, estoy en el rango de los cautelosos, de los que valoran más el poder del conocimiento que la cara bonita de alguna doncella. Creo que de nuevo me desvié un poco del tema central, pero me vi en la obligación de disipar posibles dudas. La tarde se iba tornando un poco fría y un montón de ardillas corrían por las gruesas ramas de los robles, hacían sonidos extraños y parecían comunicarse en su agudísimo idioma. Muchas bellotas caían al suelo en el justo momento de mi paso, y no me refiero a que terminaban en la tierra por la sola acción de la fuerza de gravedad, sino que se les resbalaban de las patitas delanteras a los roedores de piel rojiza, esto, desde mi punto de vista, solo podía significar que temían por sus vidas. Quizás era yo el que provocaba su pánico, pero preferí mantenerme escéptico…
Sin dudarlo un instante más, desenfundé mi preciosa espada bastarda y calenté un poco mis músculos (para lo cual hice ejercicios de estiramiento y tres tandas de cuclillas). No quiero que pienses que soy un exagerado, en la Tierra siempre preparaba mi cuerpo antes de comenzar un entrenamiento, ¿Por qué no hacerlo ante la expectativa de un combate contra algo totalmente desconocido? Una masa de aire helado pasó levantando una considerable cantidad de hojas marchitas; y de hojas que hacía menos de una hora habían abandonado los robustos brazos de los árboles. La adrenalina se desplazaba por mis venas con la velocidad de un vehículo de fórmula uno, mis pasos se hacían cada vez más largos y rápidos, mi corazón latía con inquietud en mi lado izquierdo del pecho, mi cerebro se preparaba para poner en práctica mis diez años de entrenamiento. Casi corriendo llegué a un claro, era una especie de frontera que dividía al bosque. Un sujeto estaba sentado en un taburete gris y tocaba con los dedos de las manos las teclas de un piano negro, vestía un traje blanco, corbata roja y mocasines marrones, tenía el rostro cubierto de maquillaje de payaso y su pelo estaba pintado de verde malaquita.
–¡Vaya, vaya! –dijo levantándose de repente–¡Aquí está el héroe! –su sonrisa estaba desprovista de afecto.
–No estoy para bromas, mi estimado señor, ¿de dónde demonios me conoce usted? –le dije con toda la educación que me quedaba.
–Es verdad que no te conozco, ¡cómo te iba a conocer!, solo sé que eres el nuevo héroe… ¡No sabes lo peligroso que es este mundo y lo indefenso que te encuentras! Deja que te mate, deja que saboreé tu cuerpo–cuando dijo esto último se pasó la lengua por sus descarnados labios; sentí un asco tremendo.
–Desgraciadamente no puedo darme el lujo de morir por el capricho de un extraño, ¡ya morí una vez!, quizás si vuelvo a morir ya no tendré la oportunidad de contemplar el cielo con sus blancas y algodonosas nubes, de disfrutar de la suave brisa de las tardes, de componer una canción mirando a las montañas, ¡puedes llamarme poeta, porque estoy enamorado de la vida!
–Cada día que pasa los héroes están más locos…–murmuró como hablando consigo mismo–Bueno, creo que me divertiré contigo… Me llamó Erlhuvinio Zapcoligo, sé que mi nombre suena horrible, mis amigos prefieren llamarme Pianista, tú me puedes llamar como quieras… Soy uno de los hombres del Rey Demonio, para ser más exacto, soy un general de su ejército…
–Mi nombre es Octavio Martínez, nací en un planeta llamado Tierra, mis amigos nunca me pusieron apodos y no pertenezco a ningún ejército… Será un placer hacerte pedazos, ¡Payaso de mierda! –ahí se me fue un poco lo que viene siendo el control emocional, pero creí necesario decirle lo que pensaba de él.
–¡Ja, ja, ja! ¡Esto se va a poner muy interesante! –ese tipo estaba muy enfermo, su voz y su risa eran las de un demente.