Caos

Cinco

ᴄɪɴᴄᴏ

La oscuridad detrás de la oveja blanca

—Cuando pensé que ser tu amigo no podría ser más interesante…

Cédric susurraba, cauteloso, mientras yo registraba entre el desastre que era la cajonera de Flora. Había muchas cajetillas de cigarros, lo que me extrañó, pues jamás la observé fumar, y lo que parecían ser una cantidad arriesgada de somníferos, que yacían acomodados en el último cajón, etiquetados. No tenía conciencia, tampoco, sobre la dificultad de Flora para conciliar el sueño…, al parecer podías conocer demasiado de una persona registrando entre sus pertenencias.

—Cállate —pedí, observando los frascos de color marrón y los paquetes de pastillas ocultos bajo una gruesa capa de prendas—. Mira, Cédric —lo llamé, hundiendo las cejas.

Luego de abandonar el cuarto de Yerik, me encontré con Cédric en los pasillos. Le confesé que había decidido rebuscar en la habitación porque, a decir verdad, sentía que con él congeniaba. Aunque, desde luego, él odiaba al grupito que dirigía el genio de Yerik, y yo solo me sentía un poco fastidiada por sus actitudes incongruentes, además de intrigada por los secretos que parecían cubrirlos como una segunda piel. Igual Cédric se había ofrecido a ayudarme a encontrar algo útil, y no me negué, sin importar que, si los demás se enteraban, mi intento de amistad con Flora se iría por el desagüe.

Sentí el contacto de la piel cálida del pelirrojo cuando se colocó a mi lado para examinar los frascos. Lució tan analítico que incluso dejé de respirar para no interrumpirlo. La impaciencia amenazó con apoderarse de mí porque estábamos tardando mucho y aún nos faltaba rebuscar en las cosas de Lev —que habría que dejar igual de ordenadas después— y no habíamos encontrado nada con respecto al gran secreto de la habitación seis. Entonces, cuando estaba a punto de apurarlo, Cédric habló, serio y pausado:

—Creo que son pastillas…

Parpadeé con una lentitud pasmosa.

 —¡Idiota! —chillé, golpeándole el brazo—. ¡Obvio que lo son, pedazo de animal!

—Pues eso te estaba diciendo —se defendió, con una mueca, mientras se sobaba el lugar en el que le había pegado—. Qué agresiva, eh.

—¡No digas eh! —ordené—. Me hace sentir como si Yerik nos estuviese viendo desde algún sitio con esa sonrisilla estúpida que tiene.

Cédric arrugó la frente.

—¿Me estás comparando con ese tipo? —inquirió, lento—. Porque me parece un tanto ofensivo…

Bufé.

—Sigamos buscando. Tengo el presentimiento de que en cualquier momento alguien entrará. —Un escalofrío me recorrió ante la posibilidad.

A Cédric le pareció lo más razonable y reiniciamos nuestra búsqueda, esta vez él en lado de Flora y yo en el de Lev. Tuve que fijarme con bastante detalle en la organización de los objetos que iba moviendo, para colocarlos nuevamente en su sitio. Una parte mía estaba segura de que, si me equivocaba tan solo con un centímetro de diferencia entre el objeto y el espacio, Lev notaría la diferencia. Podía parecer idiota, pero era extremadamente organizado. Revisé en los cajones, bajo las camisas y pantalones, en las esquinas, dentro de los libros, cuadernos, apuntes. Nada.

Había comenzado a desilusionarme cuando alcé la mirada y mis ojos se cruzaron con aquel viejo cofre, inmóvil, atrayente.

Un pequeño candado colgaba en la cerradura y sabía que abrirlo era una terrible idea. No obstante, quizás, y solo quizás, en el interior de ese objeto yacieran, dormidas, las respuestas a todas mis preguntas. Necesitaba descubrirlo para poder dormir en paz y sentir que podía confiar mínimamente en las personas junto a las cuales dormía. Debía hacerlo.  Por mi cabeza no pasó el hecho de que aquello que encontrara podía ser un gran error, o que terminaría como Mitzi…, pero, ¿acaso ella no andaba por ahí, viva, enérgica, como si nada hubiese ocurrido?

Cogí uno de los pasadores de cabello y lo introduje en la ranura del candado. Bastó moverlo con certeza unos cuantos segundos para que terminara abriéndose. Cédric me dirigió una mirada inquisitiva, mientras dejaba la lámpara sobre la cómoda de Flora. Segundos después, ya con el cofre abierto, se colocó junto a mí y ambos observamos el contenido.

Lo primero que noté fueron cartas apiladas descuidadamente en un lado. Luego, un montón de dibujos sin sentido en hojas de color blanco. Cédric y yo los analizamos, tratando de comprender qué significaban aquellos trazos tan desenfadados y asimétricos, sin embargo, ninguno halló una analogía coherente, aunque sí creí notar que uno de ellos se asimilaba demasiado a una gárgola. Los dotes artísticos de Lev eran un tanto… peculiares. No obstante, aunque grotescos, no carecían de color, demasiado, podría decirse.

Colorido. Inentendible. Extraño.

—Da miedito —bisbiseó Cédric, con los ojos clavados en el papel.

—Son diferentes —excusé, arrebatándole la hoja y colocándola a un lado—. No están tan mal, si te fijas.

—No dibuja mal, desde luego —concedió él— pero el truco es entender qué coño dibujó. Digo, si giras la hoja parece una polla.

Discretamente, volteé la hoja para comprobar la veracidad de su planteamiento. La tinta negra parecía cobrar menos sentido, si es que era posible, cuando cambiaba de posición; era como si los colores y sombras se deformaran una y otra vez, para dar lugar a un desastre peor que el anterior. Resultaba incluso frustrante.

 —¡Loralie! —exclamó Cédric, sacándome de la nebulosa mental—. ¡Una llave, una llave!

Desvié la mirada hacia el cofre y, en efecto, una llave color plata yacía en el fondo. Cédric la cogió para observarla, mientras yo apilaba los dibujos en su orden original. Ambos nos centramos en la misteriosa llave, preguntándonos, en silencio, qué haríamos con ella. Deduje que sacarla no era una opción, Lev lo notaría, desde luego, pero entonces nos quedábamos sin posibilidades de saber hacia dónde podría guiarnos: ¿algún salón? ¿otro cofre? ¿un lugar secreto?




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