Capítulo 8
Egmont Fisher disfrutaba de una velada tranquila en Italia. La Toscana era un lugar al que él no se negaría a ir. Cenar con vista al paisaje que se ofrecía como plato principal para cualquier turista era un verdadero deleite; de fondo podía oírse a una banda de jazz que embelesaba los sentidos adormeciendo las emociones, haciendo la noche aún más agradable.
Un mozo de impecable vestimenta se acercó con una exclusiva botella de vino. Fisher se consideraba un catador profesional de vinos finos, y estaba en el sitio indicado si deseaba degustar alguno.
––Señor Fisher, uno de nuestros comensales le envía este vino.
Egmont miró a su alrededor con tranquilidad hasta que encontró a la persona que le enviaba el presente, quien no escatimó un segundo en levantar la mano con disimulo para que Fisher lo descubriera entre la gente. Lo vio sentado junto a una hermosa mujer, compartiendo la mesa con otra pareja.
––El señor quiere saber si puede acercarse a brindarle compañía un rato… ––avisó el mozo de manera solemne en tanto se preparaba para abrir la botella de vino.
––Supongo que no queda otra… Bien, haré valer su atención, dile que venga ––ordenó Egmont, el mozo asintió y se predispuso a cumplir el pedido.
Un hombre vestido con elegancia caminó hacia la mesa de Fisher; tenía el cabello negro peinado con prolijidad, y un par de mechones plateados le adornaban la cabellera brillante.
––Egmont Fisher ––dijo al llegar a la mesa.
Egmont estiró su mano invitándolo a sentarse. El hombre accedió de buen grado mientras el mozo servía una segunda copa de vino para él.
––Qué coincidencia, ministro Sjulik.
––¿Coincidencia? No, no creo en las coincidencias ––definió Laurent Sjulik.
––Si no me equivoco, eso lo escuché antes de alguien más… ––comentó Fisher con voz misteriosa.
––Creo que cuanto menos quiere semejarse a mí, más logra dar con mi perfil ––respondió Laurent con el mismo tono.
––Él no se asemeja a ti ––opinó Egmont serio; conocía muy bien la calaña de Sjulik.
––Estás arrebatándome lo que no te pertenece, Fisher ––aseguró con tranquilidad el ministro.
––Al igual que tú, Sjulik.
––Es distinto.
––¿Distinto? ––Egmont rió con amargura––. Pero si eres un dictador con él, solo fíjate lo que le haces…
––¿Qué es lo que te vuelve diferente? ––cuestionó con una leve sonrisa desagradable.
––Le doy libertad.
––Yo también.
––No lo creo. De ser así, no lo presionarías por tus ambiciones. Eres millonario pero el dinero no te basta, necesitas más poder, ¿verdad? ––indagó Egmont y bebió un sorbo de su vino.
––¿Quién no tiene intereses? Tú los tienes y eso no te diferencia de mí. Lo usas tanto como yo ––acentuó con una suave sonrisa maliciosa.
––Pero el muchacho trabajaba para mí. Claro está… hasta que lo descubriste.
––Solo agradece que no lo haya hecho desaparecer para que personas de tu clase no lo encuentren jamás. Digamos que podrías considerarlo otra atención de mi parte ––recalcó Sjulik.
––Durante los años que ha estado conmigo lo he visto mejor que como lo dejaste tú. Realmente hiciste de él un despojo. A mi lado, por lo menos demuestra iniciativa.
––Estás todavía con el orgullo herido porque deshice tu tonta idea de querer ser su tutor de por vida.
––Estabas muy tranquilo, supuse que harías algo así para ubicarlo. Solo era cuestión de tiempo ––Egmont apuntó fijo a Sjulik enterrando sus ojos cual puñales, sin perder la compostura––. Eres un opresor con tu propio hijo, regulas su libertad a cuentagotas.
––La libertad en él tiene precio ––afirmó el ministro con frialdad y desagrado––, y tú casi provocas que le corte las alas de modo definitivo. Intenta no acercarte a él de nuevo, porque si me entero de que le permites salir del país, sabes muy bien que tengo la posibilidad de hacerlo desaparecer de tus narices en un abrir y cerrar de ojos.
––No te preocupes, no me voy a acercar a él. Te aclaro que no lo hago por ti, sino por el muchacho: ya ha padecido suficiente castigo con tenerte a ti de padre ––recriminó de manera mordaz Egmont.
––Castigo o no ––sonrió con evidente placer y orgullo––, Luca es mi hijo. Además, no hagas tantas cosas por él, pues lo que toca lo destruye. Por lo pronto trata de resguardarte de ese gran defecto de mi hijo.
––Eres despreciable, Laurent Sjulik ––se despachó Egmont.
En eso vio aproximarse a una lánguida mujer con un vestido ajustado de color negro a la altura de las rodillas y un peinado elegante. El tono oscuro de su ropa hacía lucir los aros de diamantes, que combinaban con una exclusiva pulsera. Al verla, su marido se predispuso a levantarse.
––Seguro, pero tú eres igual que yo, no hay nada que nos distinga. Los dos queremos tener a Luca por ambición.
––En eso estoy de acuerdo…