En memoria de mi primo favorito, quien me dejó como recuerdos el olor del churipo, el sabor de los bombones quemados, el agua congelada del río, la vista panorámica del pueblo y las risas de infancia.
Adriana tenía 18 años cuando decidió escaparse con su novio. Atrás dejó sus fotos de XV años, las muñecas y los peluches que decoraban las repisas de su habitación. Decidió renunciar a la hamaca en el solar de su casa, al cantar de los pájaros y los gallos cada mañana; a sus dos hermanos, la cocina de su madre y el olor a madera de su padre, el laudero más conocido en Paracho.
Fueron incontables las lágrimas que su mamá derramó en silencio, pues sentía vergüenza de contarle a alguien que su hija se había fugado con el novio. No se despidió, sólo dejó una nota sobre la cama de sus progenitores.
Adriana y Ángel emprendieron la complicada ruta a pie por el desierto para entrar en Arizona donde el sol quema pieles, deshidrata y puede hasta matar. Pero lograron cruzar y establecerse en el condado de Santa Cruz con unos familiares de Luis. Comenzaron a laborar en la recolección de fresa y tomate, un trabajo ilegal que les brindó tres veces más dinero que un empleo formal en México.
Su vida en Estados Unidos no fue tan desastrosa como todos creyeron. Tuvieron dos hijos, consiguieron la residencia y luego se casaron. Dejaron el campo y fueron contratados como meseros.
Sin embargo, durante todos esos años, Adriana no pudo estar cuando su hermano murió, ni cuando secuestraron a su otro hermano, mucho menos cuando lo liberaron; tampoco estuvo para apoyar a su madre cuando cayó en depresión. Y entonces, su casa de infancia quedó abandonada, ya que sus padres se mudaron a la parte más alta del cerro de Marijuata para olvidar.
Fue en la Navidad del 2017 cuando decidió regresar a México, con su esposo y sus hijos, junto con miles de personas que quieren volver para pasar las fiestas y calentar el corazón en las grandes reuniones familiares donde abundan olores de comida típica casera.
Pájaros volaban sobre la guitarra gigante cuando entró a su pueblo natal. Un perfume de madera la acompañó en el camino de la estación de autobuses hasta su casa de infancia, la que había sido adornada y habitada de nuevo para pasar Noche Buena en familia.
En cuanto Adriana tocó la puerta, fue recibida por su madre, quien lloró de felicidad y se consoló por la muerte de su hijo sobre el hombro de su primogénita. Ese 24 de diciembre, el dolor voló con el viento helado de invierno y los sentimientos se acomodaron alrededor de la mesa, donde no quedó vacía ni una silla, como cuando Adriana y sus hermanos eran niños.
“¡Feliz, feliz Navidad, la que hace que nos acordemos de las ilusiones de nuestra infancia, le recuerde al abuelo las alegrías de su juventud, y le transporte al viajero a su chimenea y a su dulce hogar!” (Charles Dickens).