El día que morí lo hice en la tranquilidad de mi hogar, silenciosa me recosté en mi cama, pero no creí que iba a morir. Un paro fue la explicación que dieron a mis familiares.
Y después de la calma estoy aquí, de pie, frente a un caudaloso arroyo en total incertidumbre. Hay un letrero que dice Itzcuintlán. Recordé la creencia sobre el río Apanoyan y sentí emoción por la posibilidad de volver a ver a Kelly, la perrita de mi adolescencia que murió a los 16 años de edad. Pero no sucedió, sólo vi venir a un perro xolotzcuincle grande e imponente. Me olfateó los pies, se sentó y me miró. Se quedó ahí quieto unos segundos, hasta que se dirigió al río. En un abrir y cerrar de ojos, estaba yo montada en su lomo mientras él nadaba.
Al llegar a la orilla, el animal ya no era un xolotzcuincle, era un maltés beige, era mi Kelly, a quien me agaché para acariciar. El can movió su cola a gran velocidad, me dio una lamida y se fue.
En Tepectli Monamictlan, tuve que cruzar ágilmente dos cerros que se abrían y cerraban chocando entre sí. Después, escalé el cerro de Itztépetl, donde mis manos y pies terminaron chorreando de sangre por las filosas obsidianas que estaban por todos lados.
Cehuecayan está todo cubierto de nieve, contiene ocho colinas con aristas cortantes que hay que pasar para luego atravesar ocho páramos con grandes matorrales. En Itzehecayal, el viento corta como navajas y en Timiminaloayan, tienes que esquivar las flechas que son lanzadas por todos lados. Por supuesto, una que otra me alcanzó, tiñendo aún más de rojo el vestido blanco y holgado que llevaba.
Al llegar a Apanhiayo, nuevamente estuve acompañada, pero esta vez no por un perro, sino por Xochitónal, una lagartija gigante de la que tuve que huir mientras cruzaba un gran río de agua negra.
Por último, en el octavo infierno y aspirando ya a lo que sería “mi descanso eterno”, pasé nueve ríos largos en Chiconahuiapan.
Cansada, herida y asombrada, pisé tierra en el lugar prometido, del cual me contaron muchas veces en vida. Itzmitlanapochcalocan es donde habita el dios Mictlán, quien me dio la bienvenida al reino de los muertos.
En este lugar, pude observar el más bello atardecer, mientras, en silencio, agradecí a mis seres queridos por la ofrenda que me pusieron cada 2 de noviembre durante los cuatro años que me llevó la travesía a Mictlán, donde los espero paciente hasta que suceda su momento.