Catlas, la isla invisible

Capítulo 3

Continuamos recolectando frutos y raíces comestibles  durante otro largo rato, sus palabras siguen rondando por mi cerebro: “Catlas te sorprenderá más de una vez”. ¿Qué quiso decir con ello? ¡¿Y por qué hay un manzano en medio de la jungla?! Tengo demasiadas preguntas sin respuesta como para agregar esto a la lista.

Gea baja de un árbol efectuando otro perfecto aterrizaje. Se para recta y con la mano echa hacia atrás un mechón de cabello que le ha quedado a un costado del rostro. Sonríe triunfante. Bufo, sé que está burlándose de mí con sus increíbles piruetas.  Yo he intentado treparme también, pero en cuanto sobrepasé el metro y medio de altura, mi cabeza dijo “ALTO”  y me caí del árbol al tiempo que la nunca volvió a latir insoportablemente. Claro que no le menciono este hecho a ella y solamente se queda con la parte de la resbalada y posterior golpe, lo que le causa gracia. Tanta, que ya es como la sexta vez que se regodeaba con ser mejor que yo.

Sin embargo, eso no es lo peor. Oh no. Lo peor es que mi deficiente cabeza no logra recordar en qué soy bueno, y si no hago memoria… ¿Cómo vengarme de su agilidad con una destreza mayor? Imposible. Estoy frustrado.

—Bueno, —dice ella examinando el resultado de nuestra labor— veo que tenemos suficiente como para dos días. —Pasa la mano por su barbilla distraídamente—. Quizás tres —puntualiza.

—¡¿Tres días?! ¿A caso te volviste loca? Todo eso no me alcanza ni para dos horas a mi solo. —Está bien… puede que exagere un poco, pero ver su cara de estupefacción, con las cejas levantadas y los ojos multicolores abiertos como platos, vale la pena.

—Alan…—de repente me mira curiosa, con un repentino cambio de actitud, inspeccionándome como si fuera alguna especie de animal exótico—. Tengo una pregunta…—ahora está más cerca de mí, y con cada paso me pone más nervioso, no logro evitarlo.

Apenas soy capaz de farfullar cuando sus labios carnosos están a milímetros de los míos. Posa un dedo sobre mi pecho cubierto de nuevo por la sucia camiseta.

—No me decido si eres un gorila o un orangután.  ¿Podrías aclarármelo? ¿Por favor?

—Un oran— comienzo a decir completamente embobado por el tono seductor de su última pregunta… ¡Esperen! Rebobinemos…—¡¿Qué?! —grito, ahora sí, molesto. Más conmigo mismo por caer, que con ella, pero da igual.

Gea camina con torpeza hacia atrás  por el ataque de risa que está teniendo. Con una mano se tapa la boca y con la otra se agarra la barriga..

—Tu-tu cara—dice entre risas ahogadas—, de-debiste verla.

Justo cuando estoy por replicar algo inteligente para que se detenga, me quedo mudo. En el retroceso Gea se tropieza con una raíz alta del suelo. Exploto yo también en carcajadas, que duran un largo rato, hasta que reparo en que ella  no se mueve. Continúa allí tendida entre las hierbas y las hojas. Las copas de los árboles más altos nos hacen sombra.

Me acerco cauteloso, preparándome para lo que pueda enfrentar.

Gea se halla recostada en una posición incómoda –al menos a la vista- con el rostro vuelto hacia el cielo. Sus piernas se doblan a la altura de la rodilla, haciendo de ella una imagen más retorcida. Sus cabellos casi negros y enmarañados están esparcidos en cualquier dirección, tiene los párpados cerrados y la boca entreabierta.

Me sitúo cerca de los pies, que por la posición con la que ha caído, están a unos veinte centímetros de la parte derecha de su cintura.

—¿Gea? —pregunto despacio, rogando porque responda.

Nada… un vacío se apodera del lugar, es como si cada animal de la isla haya decido quedarse quieto, sin emitir sonido. Me agacho despacio y tomo su muñeca para controlar el pulso… después, todo pasa muy rápido.

En el momento exacto en el que nuestras pieles se rozan, ella vuelve a la vida. Me derriba con algún movimiento extraño que realiza con los pies y de la nada yo estoy en el piso. Desde abajo miro a una Gea triunfantemente erguida que ha posado sobre mi pecho, uno de sus pies, reclamando la victoria.

—Estás loca. Me diste un susto de muerte —le espeto desde mi lugar. Ya siento que la tierra húmeda del suelo se me impregna en la piel.

—Esa era la idea. No debiste reírte de mí, Alan.

—Te recuerdo que te caíste porque estabas casi sin aire de tanto reírte de mí. —Hago énfasis en la última palabra.

—Da igual, así te enseñaré la lección, chico listo.



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En el texto hay: naturaleza, cientificos, amor y amistad

Editado: 03.05.2018

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