Centella

Parte 2

El olor a madreselva era tan fuerte que me hizo sentir mareado y con nauseas.

Qué estúpido, un tipo tan grade como yo mareado por unas florecitas, pensé, de todas formas, lo más probable es que no sea culpa del aroma sino del cansancio que se extiende por mi cuerpo hasta corroerme los huesos, las articulaciones, y todo lo que resta.

Fijé la vista en un único punto delante de mí, un truco que me había enseñado mi tío Ryan para mantener el equilibrio. Una vez que me estabilicé lo suficiente, fui capaz de detallar la explosión de colores que llenaba las estanterías de la tienda a la que había entrado varios minutos atrás: jazmines, petunias, gardenias, tulipanes, orquídeas…

Dios, me quejé, como desearía no saber malditamente nada sobre flores.

La joven muchacha de pelo castaño liso me observó desconcertada. No era la primera vez que venía a comprarle, pero tal vez sí que era la primera vez que ella veía a un tipo robusto como yo tambalearse como un polluelo.

–¿Está usted bien, Señor Ríos?

Asentí y le di una sonrisa cansada.

–Estoy bien, sólo tuve unas semanas difíciles y una noche muy larga. Gracias por preocuparte, Bloom.

–No hay de qué. Si quiere tome mi silla y descanse unos minutos, le prometo que no es ninguna molestia.

–Eres muy amable, pero tengo que irme lo antes posible.

Ella me dio la misma mirada curiosa y confundida de antes.

–Se ve usted triste, Señor Ríos… ¿Quiere lirios como siempre, o necesita algo más?

Casi dije que sí, pero recordé que las flores no eran para la tía Maggie, sino para Centella.

–¿Podrías hacer un ramo de pensamientos y nomeolvides?

Ella atendió mi pedido y me entregó el ramo, le pagué, salí de la tienda y me dirigí a mi zona, “el Plateado”. Mientras conducía mi destartalado Chevrolet Chevette turquesa, mis pensamientos volvieron de vuelta a la noche anterior y, por lo tanto, también a la chica de los ojos tristes.

Esa niña tonta, ¿qué mosco le habrá picado?

Pero en el fondo sabía que ella ya no era una niña –aun recordaba que era uno o dos años mayor que yo–, y que entendía muy bien que mosco le había picado. El mismo que le picó a la tía Maggie antes de que se pegara un tiro con la escopeta.

Estacioné el auto en el único espacio vacío que encontré en el estacionamiento del Hospital Nuevo Sol. Al detener el vehículo me di cuenta de que necesitaba urgentemente tomar un descanso o la noche en vela que pasé al lado de Centella, luego de que los médicos de emergencia lograron estabilizarla, me cobraría factura durante las horas de trabajo.

Bajé del auto y llevé conmigo las flores. Hice una nota mental de no olvidar visitar a la tía Maggie al cementerio para llevarle sus Lirios.

Una sensación de culpa me ahogó en vida al pensar su nombre, como si un tsunami hubiera aparecido de la nada y me hubiera arrastrado al fondo del océano, donde millones de toneladas de agua me aplastaron contra el lecho marino hasta sacarme el aire de los pulmones, romperme las costillas y, por último, asfixiarme de muerte.

No me permití pensar mucho más en ello. Necesitaba olvidar que había sido yo quién seleccionó las flores de su funeral, que era yo quien se ahogaba en culpa, que había sido yo quien…

Necesitaba olvidar y punto.

Entré al hospital y caminé hasta la habitación de ojos tristes, que era más bien un cuarto lleno de camas y pacientes separados por una gruesa tela azul. Toqué el material, listo para entrar y verla de nuevo. No obstante, sin previo aviso una esquirla se me clavó en el alma, un recuerdo que creía olvidado me golpeó como un relámpago.

Ella observaba la tormenta: las nubes grises que se acercaban lentas pero imparables. Los parches azules del cielo se desvanecían poco a poco, y, llámenme loco si quieren, pero estaba seguro de que ella disfrutaba de aquello: de la tormenta oscura ganándole a la claridad del sol.

Me acomodé a unos metros de distancia, en un asiento de cemento paralelo al que ella usaba.

¿Qué hacía sola y fuera del colegio?

Yo me encontraba allí porque creía que de nada servía la hora de almuerzo cuando no se disponía de nada que comer, pero ¿qué podría posiblemente faltarle a ella?

La observé un rato: su mirada perdida en el horizonte, calmada, pero al mismo tiempo inquieta. Me acerqué un poco más, fascinado por la sensación que me recorría la piel, como pequeñas hormiguitas caminando y picando a su paso que me jalaban hacia ella.



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En el texto hay: medium, romance, cuentocorto

Editado: 11.06.2018

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