Cerca, pero tan lejos...

Como una pareja normal

Ya era tuya, y eso me colmaba de seguridad. Éramos uno, sin secretos ni filtros que pasar. Todo era calma tras la tormenta. Era lo que definiría como felicidad.

No obstante, mentiría si a día de hoy no reconociera que esa calma solo lograba bajar el volumen a la voz del miedo que me solía acompañar. Esa que aplacaba mi naturalidad, que hacía esfumarse cualquier resquicio de amor propio, controlando cada paso en falso, o cada posible exceso.

Nada podría poner en juego la armonía que tanto me había costado alcanzar.

Te seguí allá donde estuvieras, descubriendo lo que en mi mente era una relación de verdad. Solo existíamos tú y yo. Ya no nos apetecía salir, ni socializar. Era nuestro momento. No importaba nadie más.

Y el tiempo pasó rápido llevándonos en su vuelo, queriendo siempre hacer crecer nuestra fraternidad, viajando de cuando en cuando, mientras planeábamos el siguiente paso; el que nos llevaría por la parte de la vida cargada de responsabilidad.

Éramos adultos, era el camino de la normalidad. Mirar una casa propia, pensar en hijos a corto plazo y en una boda como el paso decisivo a dar. ¡Estaba ilusionada con el vuelco que estaba dando mi mundo! Era todo lo que cualquier chica pudiera desear. Solo tenía veinticuatro años, pero ¿qué más daba? Al fin sentía que el esfuerzo de un mal comienzo daba como frutos el amor que siempre soñé con poder alcanzar.

O al menos, continuamente quise creer que era cierto.

Que no importaba si no ponía la misma ilusión que yo en cuanto a los preparativos de la boda. Que no importaba que no diera saltos de alegría a mi lado cuando nos concedieron la casa a la que llamaríamos hogar. Que no importaba si el resto de mis sueños individuales tuvieran que dejar de ser una prioridad a tener en cuenta.

Mi yo; extrovertida, divertida, alocada, risueña, impulsiva... No importaba. Ese lado de mi persona había sido vetado, excluido y silenciado, sin llegar a importarme demasiado como precio a pagar.

Pero esa voz que todos tenemos al fondo de nuestra consciente solía gritarme, día a día, noche tras noche, intentando ser escuchada. Haciéndome hablar sobre comenzar una nueva etapa, creando cambios que mejorarían nuestra vida como pareja, y recuperando una vida social.

Admito que todo mejoró. Ya éramos un refugio a donde siempre poder regresar, pero no una cárcel sin opción de visitas. Mi YO, se sentía ligeramente más libre de ser cuando sabía cómo y cuándo podía estar.

Y entonces llegó. Nuestro primer hijo marcaría una de las mejores etapas de mi vida. Iluminaría todo mi mundo con la ilusión de un amor verdaderamente incondicional. Soñaba con ver su rostro, y cuando llegó ya no pude apartar la mirada nunca más.

Nos unió como uno solo, nuevamente. Ahora éramos una familia de verdad.

No obstante, en mi interior también provocó cambios que nunca hubiera imaginado. Los miedos crecían, el estrés y la sensación de abandono por culpa de la rutina, me hacían flaquear. Obligaciones que me presionaban a diario con ser más exigente conmigo misma, y haciéndome quedar defraudada con mi labor.

Cada vez me sentía menos como la esposa perfecta y dedicada, cada vez era menos una madre ejemplar, mi vida era absorbida por la rutina del trabajo y el llegar hasta final de mes con qué pagar. Me perdía cosas importantes de la vida, por la firme obligación de la vida cotidiana de una mujer adulta del siglo XXI que apoyaba la igualdad.

Eso no ha cambiado, pero tal día como hoy es muy complicado el compensar.

La mujer debe llegar a todo, y en la mente del hombre solo oye "¿no queríais igualdad?" Sin embargo, nadie ve la exigencia que como mujer nos va inherente, tenemos que llegar a todo y quejarnos lo menos posible, quebrando en muchas ocasiones nuestra salud mental.

Y así sería.

Con los años las noches llenas de lágrimas de angustia, desespero y miedos injustificados, crecían. Mortificando la vida perfecta que tanto tiempo me había llevado a lograr. Discusiones banales que enturbiaban la rutina que odiaba, haciéndome quedar por loca, y por alguien que se quejaba sin más.

Obviamente, lo compensaban días en los que la calma del núcleo familiar me socorría. Donde un abrazo de oso de mi amor verdadero que me llamaba "mamá", y repetido hasta la saciedad me consolaban. Donde pedir a mi marido un rato a solas, me valía. Donde la lectura se convertiría en mi refugio y en la ayuda que mi mente necesitaba.



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En el texto hay: desamor, superacion, crecimiento

Editado: 24.09.2023

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