La vida de Sarah seguía avanzando con un ritmo frenético, cada vez más inmersa en un ciclo del que parecía no poder escapar. Los hombres con los que salía habían dejado de ser simplemente clientes. Cada uno, en su manera particular, comenzaba a desarrollar un tipo de posesividad que hacía que Sarah se sintiera atrapada. El hombre de mediana edad, en especial, se había vuelto cada vez más exigente. Ya no se conformaba con verla de vez en cuando. Quería más. Cada vez que ella intentaba poner distancia, él la buscaba con insistencia, enviándole regalos costosos, haciéndole sentir que no tenía elección más que aceptar.
Había algo oscuro en esa relación que la inquietaba profundamente. Aunque él nunca la había maltratado físicamente, había algo en su manera de interactuar que la hacía sentirse cada vez más controlada, como si la estuviera probando, empujando los límites de su autonomía. A menudo le decía que ya no necesitaba a los otros hombres, que él podía cubrir todos sus gastos, que podía darle una vida mejor si simplemente se comprometía a estar solo con él. Pero Sarah sabía que detrás de esas palabras había una intención de posesión absoluta, una jaula dorada en la que la libertad sería solo una ilusión. A pesar de ello, no podía negar que la idea la tentaba; la seguridad financiera que él ofrecía parecía, en algunos momentos, la única forma de escapar del cansancio emocional que la acosaba.
Esteban, por su parte, también había comenzado a mostrar signos de celos. Al principio, su relación había sido más casual, un simple intercambio donde ambos sabían qué esperar el uno del otro. Pero con el tiempo, la frecuencia de sus encuentros y la cercanía que habían desarrollado hizo que Esteban comenzara a desear exclusividad. Cada vez que se veían, le hacía preguntas sobre los otros hombres, preguntas que ella intentaba esquivar, pero que dejaban entrever su creciente frustración. Le hablaba de amor, de un futuro juntos, pero Sarah sabía que sus palabras eran solo un reflejo de su deseo de controlarla. La presión que él ejercía sobre ella se volvía asfixiante, pero el dinero que ofrecía y el lujo que le proporcionaba hacían que fuera difícil dejarlo atrás.
El joven empresario, en cambio, tenía un enfoque diferente. A primera vista, parecía más relajado, más dispuesto a dejar que Sarah mantuviera su independencia, o al menos, esa era la fachada que mostraba. Pero en el fondo, él también quería dominarla a su manera. La hacía sentir especial, única, como si lo que compartían fuera más que un simple acuerdo. Había una especie de juego psicológico en su relación, en el que él le daba la ilusión de libertad mientras la ataba emocionalmente. Sarah no sabía si él estaba enamorado o si simplemente disfrutaba del desafío de conquistarla, pero, de alguna manera, él había logrado meterse en su cabeza, haciéndola dudar de su propia capacidad para tomar decisiones. Quería complacerlo, pero también quería conservar algo de su autonomía, aunque cada vez era más difícil saber dónde terminaba una cosa y empezaba la otra.
El tema de su virginidad era algo que, hasta ese momento, Sarah había logrado preservar. No había sido fácil, y no porque los hombres no lo desearan, sino porque ella misma había establecido ese límite como una forma de mantener algún control sobre su cuerpo. Pero esa línea también se estaba difuminando. Cada vez le costaba más resistirse a las insinuaciones, y el poder que había sentido al ser capaz de decir "no" comenzaba a desmoronarse. Había noches en las que se preguntaba cuánto más podría aguantar antes de ceder. El hombre de mediana edad, en particular, parecía cada vez más ansioso por cruzar esa barrera. Le ofrecía más dinero, más lujos, más promesas de un futuro cómodo. Y aunque Sarah aún no había cedido, sabía que la presión estaba allí, constante, siempre presente en el trasfondo de sus interacciones.
Al final, fue el joven empresario quien se convirtió en el primero en cruzar esa línea. No fue una decisión calculada ni un momento que Sarah hubiera planeado. Había sido en uno de sus viajes de negocios, en una suite lujosa, después de una larga noche de cenas y conversaciones. Él no la presionó abiertamente, pero el ambiente, el vino caro y la intimidad compartida hicieron que Sarah se sintiera vulnerable de una manera que no había experimentado antes. En ese momento, las barreras que había levantado durante tanto tiempo simplemente se desmoronaron. Cuando despertó a su lado la mañana siguiente, ya no se sentía la misma. Algo había cambiado, aunque no estaba segura de qué. Sabía que, a partir de ese momento, su vida tomaría un rumbo diferente.
Después de esa noche, Sarah empezó a consumir alcohol con más frecuencia, a veces para adormecer la sensación de vacío que la acompañaba después de cada encuentro. Aunque nunca había sido alguien que bebiera mucho, las circunstancias la llevaron a buscar alivio en la botella, especialmente cuando las emociones que reprimía se volvían demasiado intensas. Las drogas, aunque presentes en los círculos en los que se movía, no formaban parte de su vida cotidiana. Sin embargo, había comenzado a experimentar con pastillas para relajarse antes de los encuentros más tensos o para dormir cuando la ansiedad no la dejaba descansar. Sabía que estaba caminando por un terreno peligroso, pero en ese momento, no veía otra salida.
Las citas con los hombres se habían vuelto más profundas e íntimas, no solo en términos físicos, sino también emocionales. Cada vez que Sarah se encontraba con ellos, sentía que entregaba una parte de sí misma, algo que no podía recuperar. Aunque trataba de mantener las distancias, inevitablemente se veía envuelta en sus vidas, en sus problemas, en sus deseos. Las conversaciones que mantenían ya no eran superficiales; algunos de ellos le contaban cosas personales, secretos, como si ella fuera más que una acompañante, como si pudiera ofrecerles una forma de consuelo. Pero Sarah sabía que todo era una ilusión. Al final, todo se reducía a un intercambio, un trato que ambos lados comprendían a la perfección, aunque fingieran lo contrario.
Editado: 13.12.2024