Días después de la conmoción en la ceremonia, Sofía se sumergió aún más en su propia oscuridad. Sus padres, llenos de preocupación y ansiedad, decidieron entrar en su habitación después de que ella se negara a salir. Con manos temblorosas, giraron el pomo de la puerta, sintiendo la resistencia del seguro antes de que cediera con un crujido.
La puerta se abrió lentamente, revelando el sombrío panorama que les esperaba dentro. La habitación de Sofía, una vez llena de luz y risas, ahora estaba envuelta en sombras y silencio. Una mezcla de olores desagradables golpeó sus narices, indicando la falta de cuidado y limpieza que había invadido aquel pequeño espacio.
Con cautela, sus padres ingresaron, observando cada rincón con el corazón oprimido por la preocupación. La tenue luz que se filtraba por la ventana apenas iluminaba la habitación, pero fue suficiente para revelar la devastación que la tristeza había causado.
La cama, que alguna vez fue un refugio acogedor, estaba irreconocible. Manchas oscuras cubrían las sábanas y el colchón, un testimonio doloroso de las luchas internas de Sofía. El olor acre del abandono se mezclaba con el aroma a humedad, creando un ambiente opresivo que pesaba sobre ellos como una losa.
Sus padres se acercaron con cuidado, sintiendo el peso del dolor en sus corazones mientras observaban a su hija. Sofía, acurrucada en un rincón oscuro de la habitación, parecía pequeña y frágil, como una sombra de su yo anterior. El brillo en sus ojos se había desvanecido, reemplazado por una mirada vacía y apagada que reflejaba la profunda tristeza y el agotamiento que la habían consumido.
Sofía yacía en la cama, como si el peso del mundo entero se hubiera posado sobre sus hombros. Su cuerpo inerte parecía fundirse con las sábanas desordenadas, mientras su mirada vacía se perdía en el vacío de la habitación. Cada rincón del cuarto estaba sumido en el caos, como si una tempestad hubiera arrasado con todo a su paso.
—¡Dios mío, Sofía! ¿Qué ha sucedido aquí? —exclamó su madre con voz temblorosa y llena de preocupación al entrar en la habitación.
El padre de Sofía, con gesto desesperado, asintió con pesar.
—Debemos sacarla de aquí. Necesita ayuda, no podemos dejarla así —respondió, con la angustia marcada en cada palabra.
Con manos temblorosas, se acercaron a Sofía, pero la joven parecía estar anclada a su lecho de desolación. La tristeza en sus ojos era un reflejo de la tormenta interna que la había arrastrado hacia la oscuridad. Levantarla de ese abismo parecía una tarea titánica.
Finalmente, lograron llevarla fuera de la habitación, pero el pasillo iluminado por la luz parecía invadir su frágil estado. La imagen de su hermana menor, Laura, observándola con horror desde la entrada, fue como un eco del impacto que su sufrimiento había tenido en aquellos que la amaban.
Laura, apenas comprendiendo la magnitud de la situación, se quedó paralizada por la escena ante sus ojos. Ver a su hermana mayor, que siempre había sido su ejemplo a seguir, sumida en la desesperación y el desorden, la dejó en estado de shock. La distancia entre la vitalidad de Sofía y su actual estado desaliñado y desolador era abrumadora.
El baño se transformó en un refugio temporal para Sofía. El murmullo reconfortante del agua corriendo llenaba el espacio reducido, mientras su madre, con manos gentiles y amorosas, se esforzaba por borrar las huellas de desesperación que se habían adherido a la piel de la joven. Cada gota que tocaba su cuerpo era como un intento de disipar las sombras que habían invadido su alma.
Después de la limpieza, la llevaron al hospital para realizar una serie de análisis médicos. El doctor, con expresión seria, examinó los resultados con detenimiento. Aunque no encontró ningún problema grave, confirmó que la falta de alimentación había afectado la salud de Sofía. Recomendó una dieta específica y medidas para su recuperación gradual.
El regreso a casa transcurrió en silencio. El mundo exterior, que antes rebosaba de colores y vida, ahora se presentaba opaco y deslucido ante los ojos de Sofía. Ni siquiera un destello de color podía romper la monotonía de su nueva percepción del entorno.
La familia, unida ahora por la preocupación y el cuidado hacia Sofía, se enfrentaba a un largo camino hacia su recuperación. La oscuridad que se había apoderado de su vida no se desvanecería fácilmente, pero juntos, con paciencia y apoyo mutuo, intentarían devolver la luz que una vez había iluminado sus días.
Los días avanzaban, y Sofía, como un fantasma errante, poco a poco se reintegraba a la rutina diaria junto a su familia. Sin embargo, su presencia era ahora como una sombra, una versión desvanecida de lo que alguna vez fue. No pronunciaba palabras, sus ojos carecían de la vitalidad que antes poseían, y sus movimientos eran mecánicos, como los de un cuerpo sin alma.
Después de un largo tiempo, llegó el día en que Sofía finalmente regresó a la escuela. El trayecto en autobús, que solía estar lleno de risas y conversaciones sobre Alejandro, se convirtió en un viaje tortuoso y silencioso. El espacio que solía estar lleno de emoción ahora era solo un vacío, un eco lejano de lo que una vez fue.
Al llegar a la escuela, un aura de tristeza y desconcierto la rodeaba. Los estudiantes evitaban su mirada, como si temieran confrontar la sombra de dolor que la acompañaba. Mientras caminaba por los pasillos, nadie se le acercaba; la gente se apartaba a su paso, como si temieran perturbar la quietud dolorosa que la seguía. En las aulas, la indiferencia colgaba en el aire. Nadie se atrevía a entablar conversación con Sofía, y el bullicio alegre que solía llenar la escuela ahora había sido reemplazado por un silencio incómodo. La noticia del trágico suceso que rodeaba a Sofía había creado un muro invisible entre ella y sus compañeros.
Sofía, inmersa en su propio dolor, avanzaba por los pasillos con la mirada perdida, como si estuviera en un mundo aparte, incapaz de conectar con la realidad que la rodeaba. Mientras deambulaba por los pasillos de la escuela, no podía evitar sentir cómo el ambiente sombrío y desolado a su alrededor se reflejaba en su propio ser. Cada paso que daba era como una marcha solitaria a través de un paisaje desértico, donde la vitalidad y el color habían sido despojados.