Cien días para volver a ti

Estrella 4: En carne viva

     ―Oye, muchacho, ¿es tu amiga? ―preguntó la bibliotecaria malhumorada señalando con la cabeza, desde su escritorio, a la chica que dormía en una de las mesas.

Lucas ladeó la cabeza, pero sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa mientras respondía:

     ―Aún no.

Más tarde, cuando la chica de cabello oscuro abrió los ojos perezosamente, se sobresaltó al encontrarse con la cara regordeta de la bibliotecaria sobre ella.

     ―Hora de irse―dijo la mujer sin una pizca de amabilidad, dando golpecitos a un reloj imaginario en su muñeca.

Kamille casi se cayó al levantarse de un salto de su asiento. Eran las once y cuarenta de la noche. Era estúpido quedarse fuera del dormitorio por llegar tarde un domingo, así que guardó todas sus cosas apresuradamente en su mochila, incluyendo dos libros de la biblioteca, y salió corriendo como un rayo, sin molestarse en despedirse.

Parecía como si siempre estuviese llegando tarde a todas partes. Los últimos meses había corrido tanto que se sentía capaz de correr un maratón completo sin perder el aliento. No era la primera vez que le dejaba a la señora bibliotecaria una pila de libros sin guardar; pero ya le pediría disculpas la próxima vez.

 

 

Kamille

Tardé diez minutos en llegar hasta mi habitación. Clara parecía estar ya dormida en su cama con su antifaz nocturno. Me hubiese preocupado un poco más por no hacer ruido, pero no tenía tiempo para nada, casi era medianoche y aun no le había enviado mi parte del trabajo al señorito perfecto.

Simplemente vacié mi mochila en el suelo. Localicé rápidamente mi computadora y me puse manos a la obra. Y entonces, en cuanto abrí el documento, noté que había algo extraño en mi trabajo. Tenía más páginas de las que había redactado, y analizándolo más detalladamente, había muchas palabras que no habían sido escritas por mí. Sin embargo, el trabajo estaba terminado. Estaba muy segura.

Envié el documento sin pensarlo demasiado al correo de Garrett, justo dos minutos antes de la hora límite. Estaba tan anonadada que dejé la computadora en el suelo ahí donde estaba, apagué las luces y me lancé de espaldas ahí mismo, sobre todas las cosas que había regado de mi mochila. La magia no existía. Alguien tenía que haber hecho mi tarea. Alguien definitivamente tenía que haber hecho mi tarea. No pudo haberse hecho sola. Pero, ¿quién?

Luego de quién sabe cuánto tiempo dándole vueltas y vueltas al asunto, finalmente caí en un profundo sueño; que solo fue interrumpido cuando sonó mi alarma de las seis de la mañana. Tenía clase de Cálculo a las siete, pero mis ojos no paraban de pedirme cinco minutos más cada vez que los abría.

Para cuando llegué a la clase, seguía teniendo medio cerebro dormido, pero me las apañé para seguir el monólogo de la profesora. Lo que me terminó de despertar fue una de mis compañeras cuando arrastró silenciosamente su silla hasta mí. Cualquiera pensaría que se había acercado a copiar mis apuntes, pero yo ya la conocía. Prudence era la versión universitaria de Ginny, solo que ella no era mala. Sabía todos los chismes del campus, pero no los andaba diciendo por ahí ni inventando cosas. Aunque, desde que nos conocimos, había desarrollado un gusto un tanto molesto por contarme acerca de sus hallazgos.

     ―Eh, Camilla―susurró pinchando mi costado.

Otro detalle acerca de Prudence era que tenía raíces hispanas y no paraba de llamarme Camilla. Incluso cuando nos cruzábamos por los pasillos, solía golpearme con su cadera voluminosa mientras exclamaba “¡Eh, Camilla!”

     ―Un día me harás suspender las materias, Prue―bromeé en voz baja.

     ―Escuché que recibiste a los alumnos nuevos de Bell―dijo, haciendo que todo mi cuerpo se tensara y mi sonrisa se borrara de golpe.

     ― ¿Y qué con eso? ―alcancé a decir en un hilo de voz.

Había dejado de prestar atención a la clase por completo.

     ―Qué mala amiga eres―se quejó fingiendo que copiaba de mi cuaderno―. No me contaste que ese chico científico estaba tan bueno.

     ―No es para tanto―rechacé, sintiendo como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago.

     ―Ese chico tuyo de la secundaria debe haber sido algún ser celestial con abdomen perfecto esculpido por los dioses para que menosprecies así a un tipo como el chico científico―lanzó Prue―. ¿Cómo es que se llama? ―inquirió luego.

Un estremecimiento me recorrió, pero solo atiné a soltar una risita. Ella definitivamente no sabía lo que decía. Le había contado que había un chico en Ontario que me había roto el corazón en el pasado, pero fue solamente para que dejara de insistirme con que saliera con su primo Simon, que estaba también en nuestro mismo salón.

Hablando de él, justamente, en cuanto la clase terminó, Simon ya estaba delante de mi pupitre. Me miraba con sus ojos negros abiertos de par en par y esa sonrisa con la que pretendía que cualquier chica cayera a sus pies. No era mala persona, no era odioso ni fastidioso, pero sí que era bastante insistente a veces. No solo conmigo; ese chico era un mujeriego que trataba de conquistar a cualquier chica que se cruzara delante de él.




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