Se cumplió una semana de ir a casa de Hunter para acompañarlo durante la hora de almuerzo. No comía nada en mi refrigerio de la escuela para poder llegar con él y que ambos iniciemos juntos con la comida.
Parecía que Carol era partidaria de la idea. Cada tarde me recibía a las tres en punto, me hacía pasar hasta el comedor y servía lo que ella misma había preparado. Eran cosas ligeras porque Hunter debía acostumbrarse poco a poco. Si se le daba cualquier platillo, su estómago podría rechazarlo. Todo era parte de un proceso.
Esta vez no podía quedarme mucho tiempo porque se venían ensayos importantes en las clases de violín. Cada vez faltaba menos para el recital, la función de clausura. Y, debido a mi ida a la universidad, posiblemente mi violín terminaría empolvándose en una esquina de mi habitación.
—Pescado al vapor —sentenció Hunter. Aún no terminaba de acomodarse en la silla y ya se concentraba en su plato—. Ciento ochenta y ocho calorías. ¿Es broma?
Con cada alimento era igual. Mencionaba las calorías y renegaba en silencio. Solo yo podía escucharlo y él se contentaba con eso. Él era consciente que no lo delataría con su tía ni con su papá.
Su aspecto había mejorado. No mucho. Alguien a simple vista difícilmente se percataría del cambio. Sin embargo, yo que había estado con él desde el día uno podía afirmar lo que le había costado levantar el tenedor y dirigirlo a su boca. Ese esfuerzo y dedicación se veían reflejados en su tono de piel. Recuperaba su color natural, ya no se asemejaba a una hoja blanca de papel. No es que le quedara mal, pero no era saludable. No era el Hunter que yo anhelaba ver.
—Huevo duro... Ochenta calorías —murmuró antes de partirlo y llevar un pedazo a su boca—. ¿Y tú? ¿Por qué no comes?
Me dedicó una mirada cargada de reproche. Desde esta semana debía recibir el correo de aceptación de la universidad. Eso y el recital de violín me tenían con la piel de gallina. Lo último en lo que pensaba era comida. De nuevo estaba siento egoísta y enfocándome en mis problemas banales.
Bajé la vista hacia mi plato con pescado, arroz, huevo duro y verduras. Detestaba las verduras. Y eso, sinceramente, no importaba, porque las comería una por una junto a Hunter. Ni en mi propia casa habría realizado un sacrificio de tal magnitud.
Las conversaciones que manteníamos en los almuerzos eran cautivadoras. Me brindaron la oportunidad de conocerlo más a fondo. Vi más allá de su enfermedad. Me contó que cuando su madre aún vivía, iban a la biblioteca de su pueblo, ella le había inculcado el gusto por la lectura. También que cuando niño, su padre lo cargaba en sus hombros por las noches, porque Hunter creía que algún ente maligno atravesaría el suelo y lo jalaría de los pies como a cualquier niño travieso. A los trece años tuvo su primera decepción amorosa, se le declaró por mensaje de texto a una chica dos años mayor, fue la burla de su escuela hasta que ella se graduó. Me preguntaba si me llegaría a contar quién era la adolescente con la que salía en una de sus fotografías que colgaban de su pared.
Sus historias, conforme crecía, eran más crudas. Discusiones con los profesores, cuando defendió a un amigo del bullying o una oportunidad en la que una fiesta se salió de control debido al alcohol y un compañero de su secundaria fue al hospital por una intoxicación. Era interesante ver el mundo desde su perspectiva. Después de todo, me llevaba tres años. Podría parecer poco tiempo, pero él era alguien que de verdad había vivido. Yo, estaba encerrada en la ciudad, en mi casa, me faltaba un mundo por explorar.
Hunter dio el último bocado dejando el plato completamente vacío. Esto provocó unas lágrimas de felicidad por parte de Carol, él no se dio cuenta, pero yo sí. Todos estábamos orgullosos de él.
Nos sentamos juntos en el sillón más largo. Le avisé entonces que me tenía que ir pronto, a lo que protestó.
—¿Tan rápido? Vives a diez pasos, quédate un rato más.
—Quince minutos, es todo —Las comisuras de mis labios se elevaron ligeramente. Hacerlo feliz me hacía feliz.
—Haz eso de nuevo —Apoyó sus codos sobre la mesa y descansó su cabeza en las palmas de sus manos.
—¿Hacer qué?
—Sonreír.
Por inercia, una sonrisa absurda se dibujó en mi rostro.
—No creas que he pasado por alto que casi nunca lo haces.
—Tú tampoco sonríes mucho que digamos. A ver, una sonrisa.
Un intento de sonrisa se iba asomando, hasta que me sacó la lengua y terminamos compartiendo una breve carcajada hasta que sus risas cesaron y me escudriño con sus orbes marrones. El ambiente cambió en cuestión de segundos. El aire se espesó, al igual que las respiraciones de ambos.
—Creo que me agradas —declaró.
Fingí sorpresa.
—Vaya, después de tanto tiempo me alegra caerte bien. Tú igual me agradas.
—Me refiero a otro agradar —examinó mis ojos, no encontró más allá de confusión. Fruncí el ceño esperando a que continuara hablando—. Creo que me gustas.
—Faltó decir que soy muy madura para mi edad —bromeé. Alzó una ceja, pensativo—. Es lo que dicen los mayores cuando intentan algo con alguien menor.
—¿Eso es lo que estoy intentando hacer? —preguntó con tono acusador, pero su mirada alegre lo delataba—. Me gustas, Val y no, no quiero estar contigo. Ya haces bastante por mí y no es como si estuviera preparado para una relación, menos con una menor de edad. Solo quería que lo sepas… Si algún día salgo de esta, no descartaría la posibilidad de conquistarte.
Un calor invade mi cuerpo, terminando en mis mejillas, haciendo que estas se tornen de un suave rojizo. Mi cabeza, llena de fórmulas matemáticas, citas de libros, definiciones y de más, no encontraba las palabras exactas para darle una respuesta. ¿Me gustaba del mismo modo? Era algo que nunca me había planteado, ni con él ni con ningún chico. Era un tema del que me había apartado hace mucho. Sin ánimos de desmerecer al amor, hay gente que no nació para una relación. Quizá yo era de ese grupo.