Tina estaba clasificando una serie de frascos de colores. Al oírlos entrar,
levantó la cabeza y sonrió ampliamente.
—Hola, chicos —se detuvo para mirarlos mejor, sorprendida—. Alice,
¿qué te ha pasado?
—Rhett. Eso le ha pasado —dijo Jake, sentándose en una de las camillas
vacías.
—Ah, entiendo. —Sonrió con un poco de lástima y se puso de pie para
acercarse a ella—. Al menos, no se ha abierto la herida del otro día... —
Frunció el ceño y sacó un pequeño bote del bolsillo. En cuanto el ungüento
tocó el labio inferior de Alice, esta dio un salto hacia atrás sin querer—. Sé
que escuece, pero tendrás que aguantarte un rato. Te lo pondré en el resto de
las heridas.
—Gracias.
Alice se sentó en la misma camilla que Jake, con las piernas colgando, y
miró a Tina en silencio mientras esta le untaba las heridas.
—¿Sabes que en la zona de Alice se creían que matábamos a los
androides? —soltó Jake de repente, sin siquiera alterarse.
La chica lo miró con los ojos muy abiertos, pero él no pareció darse
cuenta.
—Nosotros creíamos que ellos mataban a los humanos para crear
androides, Jake —le dijo Tina, con una ceja enarcada.
—Igual deberíamos ser todos como una gran familia —sugirió él
felizmente—. Así podríamos convivir en paz y armonía, como en los finales
de los libros que tanto le gustan a Alice.
—No todos terminan bien —le recordó ella.
—En ese caso, no me interesan. Si quiero deprimirme ya tengo la vida
real, no necesito ficción.
Tina sonrió, pero su sonrisa se evaporó un poco al soltar un suspiro.
—Ojalá las cosas fueran así de fáciles, Jake.
—¿Y por qué no lo son? —preguntó Alice curiosa.
—No es sencillo que un gran número de gente cambie de opinión. Y
menos cuando su mentalidad se basa en el miedo. Las personas siempre han
temido lo desconocido. Siempre lo harán. Y tú, querida, eres lo
desconocido.
Alice se quedó pensando un momento.
—¿No le has dicho nada a nadie? ¿De... lo que soy?
—Si lo hubiera hecho, no estaríamos teniendo esta conversación ahora
mismo.
—Y ¿no sospechan de mí? ¿No soy... muy rarita?
—Confían demasiado en mí. Yo te revisé concienzudamente. —Tina
quiso tranquilizarla—. Estás fuera de peligro, así que no te preocupes.
—Pero ¿por qué me protegéis? —preguntó Alice confusa—. ¿No sois
leales a vuestra ciudad?
—Nuestras normas no son tan firmes como las vuestras. Los humanos
tenemos valores personales, y a veces no compartimos las mismas ideas. —
Tina suspiró—. Nosotros siempre hemos sido más... independientes.
—Nuestros padres solían llamaros locos, pero no lo parecéis.
—Pues ellos son igual de humanos que nosotros —protestó Jake de mala
gana.
—Pero no obtendréis beneficios si no me vendéis. —Alice no acababa
de entenderlos—. Y los de Ciudad Capital se enfadarán con vosotros, ¿no?
—Ah, no, claro que no. Somos perfectamente capaces de sobrevivir sin
su apoyo. Entregar a alguien de vez en cuando ayuda bastante, sí, pero no es
esencial. La mayoría enviaría a muchos más androides si pudieran, lo sé,
pero no todos pensamos así. Ellos creen que sois... demasiado distintos.
—¿Por qué? —Alice frunció el ceño.
—No lo sé —respondió Jake incómodo—. Quizá porque ni siquiera
tenéis sentimientos.
—¿Sentimientos?
—¿No sabes qué son? —Jake la miró—. Eso solo confirma mi teoría.
—Sé que son los sentimientos —protestó avergonzada—. Lo leí en un
libro, ¿vale?
—Ooooooh. —Jake se llevó una mano al corazón—. Lo leyó en un libro,
cuidadoooooo... la expertaaaaaa...
—Alice —los interrumpió Tina —. Es un tema bastante largo y difícil de
explicar. Y, la verdad, ahora mismo no creo que sea el momento. —Miró la
hora—. ¿No deberíais ir a comer?
—No tengo mucha hambre —murmuró ella.
—Yo me comeré tu plato. —Jake sonrió ampliamente—. ¡Hasta luego,
Tina!
La mujer les sonrió por última vez y volvió a centrarse en lo suyo.
* * *
Era la primera vez que Alice olía a comida en casi veinticuatro horas, pero
extrañamente no tenía ningún apetito. De hecho, le entraron náuseas.
La cafetería era algo más pequeña que la sala de conferencias y también
mucho menos organizada. Vio que había al menos veinte mesas largas a lo
largo de la estancia y la gente se sentaba donde y con quien quería, y
hablaba también cuando y de lo que le apetecía. Esa situación tan caótica le
provocó cierta desazón. Jamás se acostumbraría.
—Hazte con una bandeja —le dijo Jake en voz baja—. Da codazos si es
necesario para abrirte camino. La gente con hambre es peligrosa.
Alice lo miró con horror, pero obedeció.
Cogió una bandeja de metal plateada que pesaba mucho menos de lo que
creía. En la cantina, dos mujeres servían la comida. Jake les ofreció la
bandeja, que llenaron, y Alice lo imitó. La segunda mujer la miró con
curiosidad, como también habían hecho muchos de los comensales.
—Ven, Alice —dijo Jake al ver que se quedaba mirando la comida que le
habían puesto.
Él se deslizó entre las mesas de la cafetería y, al seguirlo, la bandeja de
Alice estuvo a punto de salir volando varias veces por los empujones de los
alumnos que se cruzaban con ella sin siquiera mirar. Finalmente, dejaron la
comida en la mesa en la que se encontraban Saud y Dean.
Ambos pararon de hablar al verlos, o más bien cuando se percataron de
la cara de Alice observando la comida. Cuando levantó la cabeza, advirtió
que los tres tenían sonrisitas divertidas.
—¿Qué es esto? —preguntó, señalando lo que parecía un extraño puré
de color crema.
—Es mejor que te lo comas —le recomendó Dean—. No volverás a
llevarte nada a la boca hasta la noche.
—Pero ¿qué es? ¿Seguro que es comestible?
—Bueno, por ahora nadie se ha muerto, así que debe de serlo.