No fue buena idea encontrármelos, para nada. En dos años todo cambió, nuestra mente, nuestro cuerpo… ya no es lo mismo. Nada lo es. El mundo cambió al igual que nosotros. Somos irreconocibles de aquellos que alguna vez fuimos al mirarnos al espejo, mostrando inocentes sonrisas, ignorantes de lo que sucedería. Y crecer no se sintió como esperábamos.
Me separé del grupo. A donde fuera estaba bien, mientras permaneciera sola, aislada. Sentía que me ahogaba, sumergida en mi tristeza, mi dolor, en mi arrepentimiento ¿Me arrepentía por cortar nuestra amistad? Le había dejado en claro a Anelis lo que pensaba, pero aún permanecía ese vacío irremediable, irreparable, porque alguna vez la había querido.
Los sentimientos me estaban devastando, sumergiéndome a la ruina inmediata, y lo último que quería hacer era volver a decaer. Debía concentrar aquellos sentimientos y hacerles frente, desquitarme de algún modo, y conocía perfectamente la solución.
Madame Meliore me había cedido un mapa de la academia para no perderme entre los pasillos como la vez anterior. Tampoco deseaba deambular y encontrarme nuevamente con personas no deseadas, entonces decidí aceptarlo. Caminé observando cada rincón de la academia Española, cada detalle en sus paredes, entre sus esculturas. Lucía perfecto, irresistible… el instituto tenía todos los recursos para hacer imposible el poder negársele. Finalmente encontré el camino que debía seguir hasta la sala de entrenamiento.
El festival aún no había llegado a su fin, por lo que estaría sola, encerrada con mis pensamientos, aquellos que no me dejaban en paz, refutándome lo ingrata que resulta mi vida. La pésima persona que soy y el cómo me odiaba en cada segundo que transcurría. Quería derribar los pensamientos, golpeando una y otra vez a la bolsa de boxeo, intentando acabar con ellos para evitar que me destruyeran viva. Sin embargo los sentimientos no son algo que simplemente puedas aplastar. No se irían. Nunca.
Ciertamente comenzaba a sentirme también culpable por romper el escudo protector que cubría a la bolsa de boxeo para que nadie fuese capaz de romperla, aunque ya es claro el hecho de no haber funcionado exitosamente conmigo, y nada más resultar una bolsa de boxeo común con ciertos huecos a su alrededor.
Tras ello me detuve, empapada en sudor, oyendo pasos detrás de mí, y a alguien levantando una pierna en dirección de mi espalda. Me voltee con agileza, sin esfuerzo alguno, y detuve el golpe sorpresa en plena catársis.
—Has estado entrenando.
Esbozó una voz melodiosa, con cierto tono rasposo y grueso. Su rostro, sus ojos… continuaban igual que siempre. Seguía igual, y aquello me alegraba de maneras que no creía.
—Profesor Pedro.
Colocó su mano en mi hombro, dando pequeñas palmadas. Aquel fue el único reencuentro que realmente me agradaba.
— ¿Quieres que te eche una mano?
Señaló, refiriéndose a la bolsa de boxeo, y luego a mi piel sin vendas ni guantes. No los necesitaba, pero él no lo sabía. No tenía idea de hasta cuál límite podía llegar, y yo tampoco.
Acepté a su propuesta, podría intentarlo suave con él. Aun si lo que realmente quería era entrenar con seriedad, algo imposible para un simple humano. La ayuda de Pedro era mejor que romper nuevamente otra de las bolsas más pesadas.
—Oí que te tomaste algunos años de descanso, dime que visitaste las Bahamas.
Sonrió, y aquella sonrisa rompió mi corazón, porque era idéntica a la que vi cientos de veces en Peter. Su primo. Más que un primo, un propio hermano.
Sintió la pena en mi silencio, y aunque creía que ya no volvería a hablar, desvió el tema de conversación.
—La razón por la que estoy en esta academia es gracias a que conseguí empleo como tu instructor personal.
Aquello me tomó por sorpresa, era verdad que su presencia resultaba de lo completo extraña, ilógica para un profesor de exorcismo estando tan lejos de su hogar. Los alumnos fueron mandados a este lugar, pero acerca de los profesores… no tenía información acerca de ellos.
—En realidad, puedo estar aquí con la excusa de ser el único que sabe cómo entrenar a la elegida.
—Pero, ¿Y los demás profesores? ¿A dónde fueron?
—Ellos tuvieron que encontrar trabajo en otras academias, claro. Pero yo he logrado entrar a esta para tener vigilado a Peter. Te lo estoy revelando a tí porque tendré que hacer un trabajo perfecto para no ser expulsado, y para eso tú tendrás que obedecerme en cada entrenamiento. Sin excusa.
—Como solíamos hacer, lo sé.
Resopló, deteniendo los golpes. Lo miré extrañada ¿Qué es lo que tenía en mente ahora?
—Además, me refiero a entrenar de verdad, no fingir los golpes señorita Grace.
Advirtió, mirándome fijamente a los ojos con una expresión mordaz, con instinto mortal.
—Si no te entreno, no podré permanecer al lado de Peter.
Y era cierto. La academia, este empleo bajo mi custodia, es lo único que puede atarlo a él. La única familia que le queda.
—No hay nadie quien pueda entrenar conmigo, les haría daño.
—Existen otros métodos. Ven, te enseñaré algunos trucos prohibidos.
— ¡Profesor Pedro! Si son prohibidos lo mejor sería no enseñarlos, por algo están prohibidos. Créame, aprendí de primera mano que está mal jugar con el peligro.
Me dio la espalda, girando repetidas veces la cabeza hacia diferentes direcciones, como si buscara algo. Creí oír un leve gruñido de su parte.
—Mi trabajo depende de ti, así que llámame Pedro. Además, tengo bastante en riesgo como para perderlo por algo estúpido como eso. No será nada malo.
Continué mirándolo en silencio, intentando adivinar lo que buscaba, sin idea alguna.
—Aquí está.
Sentenció, parándose a unos centímetros de su posición, señalando hacia un sitio en donde no había absolutamente nada.
— ¿Qué se supone que haremos?
—Verás, Grace, Peter es un demonio... literalmente, estuvo poseído por uno, a eso lo sabes. He pasado mi vida entera buscando múltiples métodos para acabar con la maldición. He leído innumerables libros oscuros, lumínicos, maldiciones y milagros, incluso de aquellos conjuros exorcistas que aunque existan, nadie es capaz de hacer.