Es una sensación familiar para mí. No quisiera que lo fuera, pero lo es. Se presenta a menudo desde que tengo uso de razón. Cada cierto tiempo, mi vena del brazo derecho se convierte en alfiletero. Una aguja atraviesa mis finas paredes dérmicas para extraer un poco del líquido rojizo que circula por mi organismo: sangre. Mi cuerpo ya conoce la rutina, mi vena resalta y facilita la labor de la enfermera.
Es necesario madrugar para estas cosas y estar en ayuno total. Al llegar al laboratorio, siempre aprovecho para recuperar el sueño hasta que me llaman. No hablo a menos que lo necesite.
- ¿Qué te pasa, hija? - me pregunta mi papá.
-Tengo sueño. -respondo.
- ¿Estás nerviosa?
- Lo normal. Ha dejado de pasarme, ¿sabes?
- ¡Qué bueno!
Me llaman. Entro en la sala pequeña y tomo asiento. Firmo las boletas y pongo mi antebrazo a merced de la enfermera. Observo cómo prepara su material y cómo limpia la zona con un algodón húmedo de alcohol. El tubo de muestra se ha unido a la jeringa. La aguja se ve más afilada que nunca. ¿Serán los nervios? Sí, debe ser por eso. La enfermera hace un torniquete en mi brazo y formo un puño. Aparto la vista y cierro los ojos con fuerza. Espero sin esperar la sensación del pinchazo, la aguja que penetra en mi piel y extrae lentamente la sustancia sui géneris, espesa y cálida.
Aquello me produce un leve mareo que tarda en marcharse. El no mirar me ayuda a sobrellevar mejor la situación. La enfermera retira la aguja lentamente, esta se mueve apenas dentro de mi cuerpo cuando debería estar quieta. Me apago de repente, es como quedarse dormida involuntariamente por unos segundos o quizá como morir un instante. No lo sé. El cuerpo punzante ya no está ahí, pero eso ya no importa. Ha sucedido de nuevo. Los desmayos son igual de familiares para mí que las agujas. Son la y del x. La máxima expresión de mi vulnerabilidad física.
Mis oídos todavía perciben los estímulos del entorno. Despierto, mi padre me levanta y me conduce delicadamente hacia el auto. En pocos minutos estoy en casa, estoy a salvo.