Olivia no dijo nada durante todo el camino. Con el mismo gesto de intriga, comenzó a manejar por donde Kevin le señalaba.
—¿De verdad no piensas decirme nada? ¿Ni siquiera una pista?
—Si lo hago, arruinaré el secreto.
Los dos guardaron silencio, era una tarde de viernes, y eso significaba que no se verían en los siguientes dos días. Kevin no la dejó quedarse atrás en sus pensamientos, pues todo el camino habló con ella y le comentó cosas breves sobre su vida; sobre su madre, sobre su niñez y le explicó cómo es que Aurora, siendo una persona invidente, podía controlar sus manos y tejer una perfecta pulsera artesanal que más tarde vendería en un mercadito de chacharas. Y cuando al fin ambos quedaron frente al objetivo, a Liv se le hizo difícil no preguntar.
—¿El hospital?
—Aquí es en donde trabajo.
—¿Y me trajiste aquí a ver cómo trabajas? Esto realmente va a ser muy interesante.
—De hecho, no te he traído para que me veas trabajar —la voz del muchacho se volvió seria—. Te traje aquí, para que veas una realidad muy diferente a tu vida, y que tú no estás aprovechando.
—¿Disculpa?
Kevin le extendió la mano, mientras que con la otra cogía la bolsa con diferentes cajas de colores.
—Ven conmigo y entonces lo entenderás.
Justo después de cruzar la entrada principal, las enfermeras, asistentes, médicos y el personal de limpieza matutino hicieron remarcar aquel gusto, aquella entrega, aquel agradecimiento con el que siempre lo recibían. Kevin era especial ahí, lo era y se podía corroborar en cada gesto, en cada palabra de ternura y en la enorme amabilidad con la que lo trataban. Pues si uno pudiese apreciar aquellos rostros y gestos, entendería perfectamente cuán importante era la presencia de aquel muchacho en ese lugar.
—Kevin, qué gusto tenerte aquí —la directora en pediatría, Denisse Reyes, corrió a su encuentro, lo estrujó entre sus brazos y después le sonrió—. Qué extraño verte aquí tan temprano. Aun no es tu horario, cielo.
—Lo sé, Denisse, y también sé que esto solo lo hago en navidad, pero valdrá la pena adelantarlo —entonces le mostró la bolsa con todos los regalos que les había traído.
—¡Juguetes! ¡Has traído juguetes!
—Espero que no sea muy adelantado.
—No te preocupes, pues nunca es tarde o temprano para regalar un juguete. Los niños te estarán eternamente agradecidos.
Y después, los ojos de Kevin viajaron hasta Olivia.
—Denisse, he traído a una amiga. ¿Hay algún problema para que entre conmigo?
—Ninguno. Siempre y cuando utilice el equipo de higiene.
—Si es así, quédate tranquila que ya me sé todo el procedimiento.
Kevin llevó a Liv a través de un pasillo que los condujo a una bodega de rincón, en donde se guardaban todos los uniformes y artículos de limpieza que utilizaban, tanto el personal de aseo, como los mismos médicos y las enfermeras.
—¿A quién vamos a ver, Kevin? —le preguntó la joven, mientras el chico le acomodaba el cabello dentro de una red especial de higiene.
—Si te lo digo, voy a arruinar la sorpresa. ¿Olivia, Confías en mí?
Ella lo contempló durante algunos segundos que parecieron ser una eternidad.
—Siempre, siempre he confiado en ti.
—En ese caso…. ¿A dónde quieres ir? ¿Cuánto quieres arriesgar?
—No estoy buscando a alguien con algunos dones sobrehumanos…
—¿Y si te cuento que no todos los superhéroes tienen capa?
—Entonces me estarías hablando de tu vida.
Kevin le guiñó un ojo, y luego de cargarse en el hombro la enorme bolsa negra del suelo, recorrieron las habitaciones y subieron varias escaleras hasta donde el letrero de «Zona infantil» se alzaba orgulloso dándoles la bienvenida a todo un mundo, un mundo al que lamentablemente se le podría considerar triste. Pero calma que aquí hay más, mucho más, pues todas esas habitaciones pintadas con acuarelas de colores, pegatinas de superhéroes y fotografías familiares reflejaban lucha, guerra, ganas de vivir y de demostrarle al fatídico mundo que un asesino invisible no les arrebataría la vida tan fácilmente.
Kevin abrió una de esas puertas ornamentadas con estrellas de colores, la cual reveló una habitación con cortinas blancas, un soporte de suero, un carrito amarillo de medicamentos, algunos dibujos pegados en la pared y una cama infantil con un niño de ocho años en ella.
—¿Sigues dormido, Saúl? —el pequeño se talló los ojos, pues había reconocido la voz de Kevin—. No es hora para estar en la cama.
El pequeño Saúl abrió los ojos, y tras sentarse entre sus sábanas blancas, sonrió estirando los brazos en busca de una caricia humana.
—¡Kevin, viniste, viniste!
—¡Hola, campeón! ¿Cómo te sientes?
—Bien —levantó su delgado brazo y le mostró la aguja que se clavaba en su piel—. Mira Kevin, no he llorado cuando me han puesto el suero.
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Editado: 18.02.2023