Kevin aprensó la rudeza de sus dedos en el asiento del piloto. La sangre le hervía y el corazón le palpitaba.
—Vamos Adriana, ¿no puedes ir más rápido?
—Es todo lo que me permite el maldito sistema.
—Tranquilo Kevin, vamos a llegar a tiempo.
Y cuando el auto se detuvo frente a una enorme puerta de cristal, con banderas de todos los países adornando la jardinera, hombres y mujeres que entraban y salían, personas que esperaban un taxi, y tristes despedidas, Kevin bajó corriendo. El mundo se le detenía, le faltaban fuerzas para respirar, y no le importó apoyarse de sus manos para correr entre los pasillos que ahogaban las paredes. Su vida se le estaba yendo, su vida se encontraba a punto de subir a un avión sin que él pudiera hacer absolutamente nada más que correr, correr y correr.
—¡Olivia! ¡Olivia! —gritaba sin importarle que las personas lo mirasen raro, o que los guardias estuvieran a punto de arrojarse tras él y apresarlo por el disturbio—. Disculpe, ¿el vuelo que sale a Buenos Aires, Argentina?
La mujer señaló, a través del enorme ventanal de vidrio, un enorme avión que se alejaba.
—Era ese. Su último llamado se anunció hace diez minutos.
—Kevin —todos llegaron corriendo detrás de él.
El joven se dio la vuelta, tenía los ojos atestados de lágrimas.
—Se fue… Mi vida amarilla se ha ido.
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Editado: 18.02.2023