No quiero recordar lo sucedido tras la muerte de Coba, no me había sentido tan mal desde la noche en que maté a José. Es casi imposible para mí explicar lo que sentía, parecía tener todo el cuerpo atado. La cabeza me pesaba, en el estómago sentía como si llevase el mismo infierno, porque me ardía tanto que me provocaba continuamente el vómito para ver si lograba disminuir el malestar. Mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo todo el tiempo, esa era la mayor de mis torturas. ¿Mi madre? Me alegro de que me tenga a mí como hijo, cada día le destrozo el alma por el dolor que le provoco. La odio tanto por ser tan débil, me ve sufrir y no tiene fuerzas para consolarme. La aborrezco, pero también la amo más que a nada en este mundo. Es extraño, pero no puedo ir en contra de mis sentimientos. Quisiera dejar de odiarla, pero no puedo. Ella merece mi odio, aun así también todo mi amor.
Con el paso de los días a mi madre no pareció afectarle mucho la muerte de Coba. Se le pasaba el tiempo en completo silencio, ignorándome como siempre. Estaba tan sumida en su mundo, que no pudo percatarse de mi deterioro. Quizás si lo hizo, pero su miedo e incapacidad le impidieron acercarse a mí para brindarme consuelo. Siempre repaso en mi memoria una de esas noches en la que mi corazón latía con tanta fuerza que creí morir. Cada pálpito retumbaba en mi pecho y cabeza. Corrí a la cocina y tomé papel para tapar mis oídos, pero eso no funcionó. Estaba tan desesperado que agarré el pote de sal y comencé a verterlo en mi oído derecho para sellarlo por completo. No paso mucho para que el odio empezará a punzarme, como agujas que se clavaban en mi cabeza. No supe que hacer y me fui a la habitación de mi madre. Me sentí como un niño con miedo a la oscuridad, que va a protegerse en los brazos de su madre. Sin embargo, lo único que yo recibí esa noche fue una patada en el estómago. Cuando me subí a la cama y abracé a mi madre por detrás, ella se volteó y me pateó tan fuerte que caí al suelo. Me sentí avergonzado y herido, pero también mucha rabia, así que me levanté y la empujé con todas mis fuerzas hasta que ella se cayó de la cama. Después de eso salí corriendo del departamento, me desaparecí por una semana. Me sucedieron muchas cosas horribles en esos días, pero ninguna vale la pena ser contada. Solo más sufrimiento, hambre, maltratos, bla, bla, bla. Me fui para ver si mi madre me extrañaba o al menos intentaba buscarme, pero no.
Regresé a mi casa un domingo en la mañana, lo que encontré no debió sorprenderme, porque mi madre lo único que sabe hacer es lastimarme. Aun así yo esperaba más de ella. Antes de abrir la puerta ya podía escuchar los gemidos de mi madre al tener relaciones. Sabía lo que ella hacía, pero no podía creer que ella disfrutaba mientras su hijo estaba perdido. Abrí la puerta de su habitación y si, estaba teniendo sexo. Al verme se sorprendió y de inmediato se tapó. El hombre que estaba con ella se echó en la cama sin importarle nada y se quedó mirándome, tenía una cara tan asquerosa. Se veía que era una persona de la mala vida.
— Con que ese es el asesino —dijo mirándome fijamente.
Yo lo ignoré por completo, no me interesaba su presencia, solo quería hacerle ver a mi madre todo el dolor que vivía dentro de mí. Me acerqué a donde ella estaba y le arranqué la sabana del cuerpo.
— ¡No! No te tapes ahora, sigue disfrutando como lo hacías. Que poco te importo ¿Verdad? ¡Dios mío! Siento tanta pena por mí. Creí que me amabas aunque sea un poco. Que aun podías recordarme como ese pequeño niño al que todas las noches le contabas cuentos. Al que cada mañana despertabas con un beso diciéndole cuanto lo amabas. Pensé, que en este mundo todavía existía alguien que me quería —tenia tantas cosas que decirle, tantas ofensas para herirla, pero no pude continuar hablando. Las lágrimas y el llanto se me acumularon, no fui capaz decir nada más. Caí al suelo llorando de rabia y dolor, mi llanto era igual al de un animal en un matadero y mi madre solo me miraba sin saber qué hacer. Deseaba que viniera y me abrazara, pero no lo hizo. Sentía una desolación terrible, me paré del suelo y salí de la habitación, caminé hacia el balcón.
— ¡Mami! ¡Mami! Ya puedo volar —le dije con voz ronca. Lo último que puedo recordar de ese día es a mí cayendo desde un tercer piso y pensando en que el domingo era un día hermoso para morir.