JESS.
Nunca he pertenecido al grupo de chicas que se aventuran en el amor; tomar riesgos; experimentar... Conozco la razón: mucho miedo a salir herida. Solía creer en el amor, y en los felices para siempre hasta que un día, partieron mi corazón sin misericordia alguna. Fue un bajón en mi vida, y en mi estabilidad emocional que plantó una profunda herida que ni siquiera el tiempo podría sanar.
Fue de esa manera en la que el amor pasó a estar en una segunda plana en mi vida. Es muchísimo más fácil cuando no estás esperando nada de los demás. Mucho menos doloroso.
Mudarme a Nueva York fue una decisión que tenía planteada en mi cabeza desde el inicio de la secundaria. Adquirí una beca en una prestigiosa universidad, y me contacté con mi prima Kenzie para ir a vivir en su piso. Ella es del Queens, ha vivido su vida entera en Nueva York, por lo que supuse que no habría mejor brújula que una neoyorquina nativa.
Mackenzie Parker, o como todos solemos abreviarle, Kenzie; es una chica alocada, con mucho cabello pero muy pocas neuronas. Digo... No significa que no la quiera, la adoro pero no puedo negar que más son las veces en las que la quiero guindar de las greñas.
Echo muchísimo de menos a Kathleen. Desde mi partida nos hemos mantenido en contacto, nuestra conexión es irrompible. Ella siempre será como una hermana para mí, después de todas las locuras que hemos vivido juntas.
Admito que mudarme originó un cambio drástico en mi rutina, pero empezar la universidad y conocer gente linda, ha sido la mejor parte de esta nueva historia.
—¿Iremos a almorzar en el Barrio Chino? Muero de hambre, y mi cuerpo anhela comida extranjera —Simone se relame los labios, y aprieta sus brazos alrededor de los gruesos libros que se adhieren a su torso.
Alzo una ceja, y termino de deslizar el cierre de la mochila para proceder a levantarme del asiento. Cuando presenté el examen de admisión a la universidad, opté por psicología, y cuando quedé seleccionada, fue el día más feliz de mi vida.
—Me gusta la comida china, pero comer todos los días arroz frito y pollo agridulce no le está asentando bien a este cuerpecito —señalo mi abdomen con la mirada, y ella ríe, negando.
—¿Qué dices? Siempre puedes vomitar luego si la culpa te mata —bromea. Me limito a rodar los ojos mientras caminamos codo a codo hacia la salida de la universidad. Ambas estamos estudiando para ser futuras psicólogas cuyo deber es ayudar a las personas con problemas.
—Qué bueno que no soy una paciente bulímica, o estaría pérdida con una psicóloga como tú.
Ella me dirige una sonrisa, y resopla los labios como si fuese demasiado exagerada.
—Si tu corazón manda, obedece —expone, llevándose una mano al pecho—. Ese es mi lema.
Sonrío incrédula, y me detengo a mitad del corredor atiborrado de estudiantes universitarios.
—Si mi corazón dicta que me suicide, entonces, ¿debería hacerlo? —la miro con una expresión profunda, y ella ladea una sonrisa juguetona.
—¿Serviría de algo si te digo que no lo hagas? —la sonrisa en sus labios se ensancha, y pestañea reiteradas veces.
Agrando los ojos con fuerza, y reanudamos nuestro camino hacia el exterior.
—Pobres víctimas que escucharán la voz del diablo cuando asistan a tus terapias, Simone Simonetti. —canturreo, y reafirmo el nudo de mi bufanda.
Ella se abraza a sí misma cuando el aire nos azota en el exterior, y siento a mis huesos engurruñarse.
El invierno se acerca, y será tan implacable como siempre.
—¡Oh, vamos! Pienso que si intentamos retractar a los pacientes, sólo seguirán con sus pensamientos; en cambio, sí no nos oponemos, y le permitimos seguir, tal vez les haga cambiar de opinión. ¿No lo crees?
Exhalo con pesadez, y asiento.
—¿Cómo refutar tus argumentos? —nos dirigimos a la estación del metro—. ¿Estás segura de que no prefieres la abogacía? —alzo las cejas.
—Absolutamente.
Junto a los demás estudiantes que transitan por la escalera subterránea, debo abrazar mi mochila contra mi cuerpo, y apretar mis dedos alrededor de la baranda. Parecen una manada de jabalíes furiosos arrasando con cualquier ser viviente que se atraviese en su camino. El aire se vuelve más cálido debajo de la superficie, y la bufanda comienza a resultar inútil.
—¿Cómo está tu loca prima? —cuestiona la morena a mi lado cuando nos detenemos frente a la zona de parada del metro.
Presiono mis labios, y sacudo la cabeza. Durante los últimos días Kenzie ha estado más parlanchina que de costumbre, no para de hablar sobre su apuesto novio, y lo perfecto que él es con ella. Y, aunque me gustaría sentirme contenta debido a la felicidad de Kenzie... Solo no puedo. Sin embargo, tampoco puedo ir a soplarle las velas a su pastel, debo hacerme un nudo en la lengua y pretender ser una prima considerada.
—Tiene un nuevo novio, y es perfecto. —arrugo la nariz, y la observo extender una mueca juguetona en el rostro, marcando sus definidas facciones.
Simone pertenece a otro planeta, literalmente hablando. Su mente máquina pensamientos que jamás había visto en otra persona, y su sentido del humor hace que esté metiéndome en problemas absurdos las 24/7.
En cuanto a su físico, considero que el destino ha sido complaciente con ella. Cada rasgo de su anatomía posee los centímetros perfectos para hacerles lucir de maravilla; su piel tostada y unas espesas cejas le asientan de sobremanera, y hacen refulgir el profundo color caramelo de sus ojos.
—No suenas tan contenta. —comenta, pronunciando la intensidad de su mirada sobre mí—. Suenas como la tía vintage.
Alzo una ceja, y ladeo una sonrisa.
—¿La tía vintage?
—Sí, la tía santurrona que vive rodeada de gatos, y enjuicia a todo el mundo amenazando con que iremos al infierno —explica, sonriente—. ¿No tienes una tía vintage, Jessica? —parpadea con acentuada insinuación, y vuelco los ojos tras sonreír.