Eduardo
El sol se ha puesto cuando arribo a mi departamento. Me he pasado la noche entera con Jess recordando los viejos tiempos que vivimos juntos. El recuerdo sigue tan vívido que apenas me he dado cuenta de lo mucho que hemos tenido que atravesar para llegar a coincidir una vez más.
Pero, hemos vuelto a coincidir en un mundo atestado de personas.
Y me aferro a ese suceso que ha cambiado todo.
Porque lo ha hecho. Desde aquella noche en la que coincidimos de la forma más inaudita que pueda existir; mi vida ha dado un puto giro de ciento ochenta grados.
Con una sonrisa, que sospecho no podré arrancar de mi cara durante el resto del día, me zambullo en el ascensor. Un tintineo precede a la apertura de las metálicas puertas. Echo un vistazo a mi rostro a través del espejuelo. Tengo el cabello hecho un desastre, al igual que la ropa arrugada. Dos grandes círculos ennegrecidos se pintan debajo de mis parpados como una señal evidente de mi trasnocho.
Mierda, dude. Estoy tan perdido justo ahora.
Sigo sin poder creerme que todo esto esté sucediéndome a mí. Y, siendo sincero, creo que vamos por un buen camino. Jess, finalmente, ha admitido sus sentimientos por mí. Imaginar que he tenido que aguardar diez años para escuchar esas palabras salir de su boca.
¡Diez años!
¡Mierda!
La euforia me atrapa mientras deambulo por el vestíbulo vía a mi departamento. Me detengo frente a la puerta, y hurgo en los bolsillos de mis vaqueros para encontrar la llave. Demoro alrededor de varios minutos, hasta que me la tropiezo. La inserto en la cerradura, y empujo mi hombro contra la puerta en una maniobra que habíamos tenido que ingeniarnos para abrirla últimamente. Deberíamos llamar a un herrero, pero Eugene insistió en hacerlo antes de irnos del apartamento para no gastar en cosas innecesarias antes.
Suspiro, abriéndola con cuidado.
Acto seguido, me encuentro con, posiblemente, la escena más perturbadora que haya podido imaginarme en la jodida vida.
—¿Qué demonios ocurre aquí? —emito, con mi mano todavía sosteniendo el picaporte.
Enseguida, los dos cuerpos sudorosos y semi desnudos que se besuqueaban apasionadamente en el sillón, se alejan con avidez.
Miro a Loise, cubriéndose con una manta. Su cabello platino vuelto un estropajo.
Sin otra alternativa, Eugene se cubre ahí con grandes almohadones.
Permanezco analizándolos en un silencio que me pasma. Ellos también se han enmudecido. Se ven entre sí, incapaces de hablar.
Sin embargo, su reacción solo me causa gracia.
Contengo la risa que me hormiguea en la punta de la lengua, y empujo la puerta para cerrarla, sin quitarle la mirada de encima.
—Bueno... —insisto, armando una mueca en mi cara para no demostrar la risa que me produce atraparlos con las manos en la masa.
Ellos lucen culpables.
Eugene decide romper el silencio. Sus afilados ojos rebotan de Loise para terminar sobre mí. Sigue escudándose con un par de almohadones decorativos.
Tendré que reemplazarlos. ¿Cómo veré películas abrazando aquellos almohadones luego de descubrir a mis dos compañeros teniendo sexo sobre ellos?
Y lo peor, Eugene cubriendo a su despierto amigo con ellos.
Se aclara la garganta con fuerza.
—Nosotros no...
Loise le interrumpe, rodando los ojos.
Parece molesta, abrumada y avergonzada.
—No es lo que parece —aclara ella.
Muevo la cabeza, asintiendo.
—¿Ah no?
—No. —Se apresura en negar. Oh, dios. Tendré diversión para ratos con estos dos.
—Entonces, ¿no estaban cogiendo? —indago. Sé que me he esforzado en no reírme, pero puedo registrar la carente seriedad en medio de mis palabras.
Más, ellos no lo hacen.
Sigue habiendo mucha tensión entre ambos.
El rostro de Loise se vuelve un entero poema rojizo.
Tan rojo como el bóxer de Eugene.
—¡No digas eso! —chilla, apretando los dientes.
Fuerzo a mis labios a permanecer firmes.
—¿El qué? ¿El que estaban cogiendo? —reitero, con un evidente énfasis.
Ella deja salir el aire de sus pulmones. No se ha movido, y todo su semblante brusco se ha vuelto un ovillo lleno de vergüenza.
Pero, ¡venga!
¿Qué clase de amigo sería si no me burlo de su relación absurda y ahora los encuentro follando en la sala?
—Eduardo —advierte. Sus dedos se empuñan alrededor de la manta que rodea su pequeño y delgado cuerpo—. Estábamos ebrios —alega como excusa.
Me llevo una mano a la barbilla, y apoyo el codo sobre mi antebrazo, amoldando una mirada radiante de acusación en la cara.
—¿Sí?
Ella asiente.
Parece querer metérselo a juro a la cabeza.
—Sí. Fue todo. No sabíamos lo que hacíamos.
—Hum...
Eugene solo se queda mirándola con los ojos bien abiertos.
Luce discrepante con la explicación que me ha dado Loise. Pero no hace nada para llevarle la contraria.
Se me ocurre que solo no quiere que las cosas se carguen más de lo que van.
De cualquier modo, sigo tragándome las risotadas que se conglomeran detrás de mi lengua.
—¿No me crees? —interroga ella. Su cara es una completa nota de suplicación.
Ella necesita que le crea por alguna razón.
Tal vez... para que pueda convencerse a ella misma. Loise siempre ha sido una obstinada. Pero, por encima de todo, una terca a aceptar cuando algo no le sale como quiere o simplemente se le escapa de las manos.
No respondo, por lo que Loise empieza a desesperarse.
—¡Eduardo! ¡Di que me crees!
Me dedico a mirarla, apretando los labios. Sus ojos a punto de salir corriendo al balcón para lanzarse desde un octavo piso, me obligan a detener mi tortura.
Solo asiento.
—Sí. El alcohol nos hace cometer cosas que no queremos aceptar cuando estamos sobrios. ¿No?